El hartazgo conceptual
El arte conceptual más subversivo, amparándose en la dilatada tolerancia dentro de la que retoza a su antojo, parece haber reinventado el concepto clásico de la contemplación, dispersando el ámbito de la mirada hacia lindes más propicios al desconcierto y a la perplejidad, que al deleite sensorial. Este trepidante y licencioso proceso de desmaterialización convierte la obra en un algo impalpable y veleidoso, aunque para mi alivio, he podido personalmente constatar, que con mayor o menor disimulo, va quedando paulatinamente relegado a mero material de relleno en plataformas expositivas varias, ya muy adiestradas en el arte de mezclar churras con merinas, y cuya mejor apuesta busca ser –eso suponiendo que lo tienen–, algún Máster de reventa que cubra los costos –habitualmente ruinosos, por qué no decirlo–. Sin embargo esto es algo que, por otra parte, no debería resultar ni mucho menos desalentador para sus seguidores más acérrimos, teniendo en cuenta que este movimiento proclamador de la idea, de lo efímero, y demoledor de la forma, ya fue en su época planteado y engendrado como reacción al mercantilismo aburguesado y al consumo, cuestionando con ello la legitimidad del arte convencional. Loable, sin duda, aunque absurdo, dado que ese tipo de expresión existe desde tiempos de María Castaña, bajo la forma de reyertas, caceroladas, piquetes, sentadas, tomatadas, escraches o pintadas. Desde luego nunca se habían visto en galerías de arte, porque una cosa es expresarse y otra bien distinta es pretender alcanzar una cotización en el mercado del arte por ello. Esta cruzada por el fin de la pintura venía acaudillada por principios tan inconcebibles como los que afirmaban mantenerse al margen de los circuitos comerciales o una impoluta incorruptibilidad. Pero por lo que parece, ahora todo vale: los márgenes dentro de los que se mueven los valores estéticos actuales son tan holgados que se descuelgan, y la crítica no suele pronunciarse.
Afortunadamente los críticos más respetables se han cansado de tanta guasa y afilan el lápiz a sabiendas de su responsabilidad con el público que venera su sentir y escucha sus consejos. Señores conceptualistas: ¿realmente quieren hacernos pensar que detrás de los grandes maestros no prevalecían grandiosas ideas? ¡Por Dios y por todos los Santos! ¡Por supuesto que sí, sólo que además esos conceptos se presentaban al espectador bajo la grandilocuencia de una obra excelsa y rebosante de virtuosismo. Esas magníficas obras de arte, y no me ciño al pasado, porque en la actualidad, y felizmente, existe una impresionante cantera de jóvenes artistas con talento suficiente como para hacernos olvidar las penas, conmover y emocionar al público y ensalzar ¡que buena falta le hace! la mustia reputación de una buena parte de lo que se conoce como arte contemporáneo.
Llantas de automóviles comparten cartel con una montaña de ladrillos o un montículo formado por tablones roñosos, partiendo de la premisa de que cualquier ocurrencia, por majadera que ésta sea, puede adoptar la categoría de obra de arte siempre y cuando el artista se haya previamente ganado el beneplácito de algún galerista pudiente con delirios de visionario. Sin creación ni innovación falta la esencia. Eso sí, puede ser muy mediático. Bien mirado, y teniendo en cuenta el magnánimo ideal que el movimiento conceptual acuño en sus inicios: el de no comulgar con las exigencias del mercado, no tenemos más que salir a la calle para disfrutar con el mejor de los happenings, la «crème de la crème» de los fogones del sibaritismo conceptual, como cuando los payeses leridanos vuelcan sus camiones repletos de magnífica fruta fresca sobre las carreteras o los médicos de la sanidad pública salen a la calle a ejecutar un flashmob reivindicativo: ¡Ahí sí que están en juego los conceptos, porque lo que es soporte…!