«The Fall» (2021). Haitz de Diego

FÍSICA Y METAFÍSICA DE UNA PINTURA

Una gran obra de arte la imagino intensa, al margen de toda temática o intención. Debe salirse de todo margen, irrumpir en todos los planos de la percepción consciente o inconsciente. Su comunicado ha de ser torrencial, fruto de unas conversaciones privadas entre el artista y sus musas. Ha de ser carismática, misteriosa y magnética. Debe hablar de lo insondable, de lo desconocido. Y para ello, no es preciso hacerlo inteligible, porque la magia de una gran obra radica en saber entrar aun sin ser invitado; contravenir preceptos; convertir en inmortal lo perecedero; ser soberbia en fondo y forma. Ha de ser una experiencia inmersiva.

Ante la belleza del arte, las emociones despertadas se aglomeran provocando una cascada de sentimientos —muchas veces dispares— intensos y frecuentemente confusos o primitivos. Es la sugestión de la belleza, proceda ésta de donde proceda. El arte, en su deliciosa inutilidad (por consenso), su inestimable indefinición, su indefectible subjetividad, su unicidad, tiene la cualidad de traspasar culturas y generaciones, dejando al mismo tiempo clara constancia del tiempo en el que fue concebido; de su esencia.

La elevada misión del artista es enviar luz a las profundidades del corazón humano —aseveraba Robert Schumann. Y bien es así, porque el artista se sirve del arte para alimentar sus necesidades espirituales. Su creación es espejo de su alma, eco de su voz. Muestra lo que ve y alimenta el torrente del conocimiento humano derramando sus experiencias en él. Enseña a ver despacio; a no limitarse a mirar.

Todas esas experiencias, muchas veces de carácter místico, misterioso y profundamente revelador, hablan de historias vividas que se repiten a lo largo de la vida, y seguirán haciéndolo. Bien es cierto que pisamos sobre las huellas de antepasados, y sobre las nuestras, otros vendrán a posarse, porque quedan pocos caminos por andar, pero todos pueden ser contados de diferente modo, desde distinta perspectiva. Y eso es lo que aporta valor a una obra de arte: su visión, su clarividencia, la originalidad de la perspectiva.

El arte ha sido durante largas épocas deshonrado y agraviado; pero no por ello ha dejado de ser la forma de expresión más elevada y audaz con la que hacer «ilusionismo» y mostrar como algo tangible la inexorable intangibilidad del alma.  Y son los tiempos más convulsos los mejores caldos de cultivo para la búsqueda y la inmersión en las profundas aguas de lo etéreo, donde el artista se escabulle de lo insustancial para calmar su insaciable sed interior, que es la principal razón de su inquietud y fecundidad creativa.

Habitualmente el espectador, ante la obra, percibe conscientemente la parte más física de la representación artística; curiosamente, es su subconsciente el que recibe la mayor impactación psicológica, aunque para ello sea imprescindible contar con la predisposición necesaria para experimentar tal grado de transferencia entre la obra y su contemplador.

Esta es una de las razones principales por la que siempre insisto en la importancia de «mirar despacio», una rara habilidad que se adquiere y sin la que resulta difícil «ver», entender —pero sobre todo comprender— el potencial de una obra de arte, sea cual fuere. Forma parte de la naturaleza del artista el enfocar su atención en su propia y acuciante necesidad interior; en su hambre espiritual, y es esta peculiaridad la que encierra, en su propia ambigüedad, toda la pureza epistolar de la narración.

La forma es en sí una pista que deja entrever el rastro a seguir, hasta el punto que, una vez éste marcado, la propia forma deja de ser relevante y queda convertida en una anécdota. Es entonces, cuando se produce la revelación y la obra de arte —totalmente al desnudo— se muestra y penetra en el espectador en todo su esplendor, teniendo lugar una epifanía.

En eso consiste el descifrado —aunque solo alcance a ser parcial— de una obra de arte. Un proceso gradual en el que el espectador va paulatinamente entrando en armonía con la representación hasta que todo atisbo de fricción perceptiva desaparece y ambos —espectador y obra— entrarían en algo así como una «resonancia espiritual». Me refiero con ello a que el objeto visualizado globalmente, es decir, tanto en su forma como en sus licencias abstractas, emite unas determinadas vibraciones que nunca son del todo iguales. En esto último reside gran parte del valor del arte. Una parte es revelada, mientras que otra, quizás, permanezca velada. Y aun así es posible el vínculo. El misterio residual es cualidad intrínseca, aunque no siempre manifiesta. Sin enigma, existe el peligro de caer en la más estrepitosa de las banalizaciones y es entonces cuando la luz se apaga.