«La caída de Ícaro», Jacob Peter Gowy. Museo Nacional del Prado

LAS MUSAS Y EL EGO

El ARTE –con mayúsculas– es la expresión perceptible de los conceptos universales que los dioses del Olimpo se reservaron: la Belleza, la Verdad, la Pasión, la Creación, el Bien y el Mal, la Vida y la Muerte.

En un gesto de magnanimidad hacia los mortales, Zeus y Mnemósine consagraron a sus hijas, las Musas, a la protección de las artes y las ciencias. De este modo se concedió al ser humano la capacidad de convertir esos sublimes conceptos a un lenguaje inteligible al intelecto y sensibilidad humanos. Unos pocos de entre los humanos fueron –al azar– dotados de esa capacidad de traducción, convirtiéndose en los aperos de los dioses para tan digna tarea. Surgió la figura del artista: poetas, escritores, músicos, arquitectos, pintores, escultores, todos ellos tocados con tal gracia olímpica. El arte humano, así definido, es la grandiosa expresión de la generosidad deal hacia nosotros simples mortales. Y los artistas son las privilegiadas herramientas de su magnificencia, que reciben la inspiración y la destreza imprescindibles para la plasmación de esos conceptos universales en obras con la capacidad de suscitar la admiración, la emoción y la elevación mística del ser humano. No todos los pretendientes son artistas. Es por ello que son contados los privilegiados que reciben el toque pimpleo. Ni siquiera estos pocos logran crear arte en toda ocasión. Se desconoce la fórmula magistral detrás de una obra de arte: inspiración, conjunción astral, estado de espíritu, multitud de imponderables que, unidos al talento técnico, puedan explicar la alquimia. Hay dos ingredientes que rara vez, si cabe, se tienen en cuenta en la ecuación; paradójicamente, se me antojan los más claramente esenciales de la creación artística: la humildad y la generosidad. Efectivamente, si la concesión del arte fue un ejercicio sumo de generosidad de lo divino hacia lo humano, y si la gracia de ser herramientas del lenguaje del arte es concedida aleatoriamente a unos pocos privilegiados, la generosidad y la humildad son los hilos conductores de esa inspiración, de esa protección de los dioses, que permite al humano hacer perceptibles los excelsos conceptos reservados a los moradores del Olimpo. La obra de arte se ofrece al espectador, es un don, una gracia de los dioses otorgada al humano a través del artista. La obra creada hacia dentro, la obra egoísta, es un producto más, un diseño más o menos estético, pero no es arte. El ego y la vanagloria en cualquiera de sus expresiones y versiones espantan a las musas, cortan la comunicación del artista con el Parnaso, hacen vulgares, vanos y despreciables a quienes sucumben a sus encantos, seguramente inducidos a ello por la fama, el éxito social y económico y los aduladores. Y al ARTISTA –con mayúsculas– le debemos reconocimiento, agradecimiento y apreciación, mas no idolatría. Afortunadamente, son muy pocos los verdaderos artistas que olvidan, alguno sólo muy esporádicamente, que son herramienta y no fuente de la creación artística, que únicamente a los dioses es atribuible. Y hemos de pasar por alto esas caídas circunstanciales en lo insustancial y el envanecimiento, signos inequívocos y comprensibles de nuestra común condición de mortales. Los pocos que se instalan en la jactancia y el engreimiento, no merecen ni análisis ni más comentario.