En memoría de María Moreno Blasco, esposa del gran artista y buen amigo Antonio López
(Artículo publicado en la revista LLEI D'ART el 15 de diciembre de 2011)
A la sombra de un membrillero
Aunque nació en Madrid, en el año 1933, parte de su infancia, durante la Guerra Civil, transcurrió en Valencia, de donde la artista guarda imborrables recuerdos de infancia en contacto con la naturaleza. La vida en el Madrid de la posguerra, en el seno de una familia con profundos arraigos espirituales, la enfrentó a una dureza y una tristeza tales que la pintora reconoce haberse ido distanciando de la realidad hasta entrar en una suerte de ensimismamiento hasta alcanzar la adolescencia. Para María Moreno, desde muy jovencita, la cultura y la música significaban un maravilloso vehículo de escape de la realidad, como después lo sería la pintura.
Pinto lo que me llama la atención y deseo poseer,….noto que la materia no me seduce por sí misma
En 1955 inició sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando, donde conoce y entra a formar parte de un grupo de artistas defensores del realismo que se constituirían posteriormente en el germen del realismo madrileño de los años 60-70. Licenciada en Bellas Artes en 1960, ha impartido clases de dibujo en diferentes instituciones docentes, un trabajo en el que se sentía cómoda.
Mis temas eran más tristes, más melancólicos: eran el reflejo de mi vida anterior. Mi pintura no ha cambiado sustancialmente, he sido yo quien ha cambiado y ese cambio se refleja en lo que hago.
María Moreno (en entrevista con Miguel Fernández Brasso para ABC en 1972)
La pintura de María Moreno es refinada y tornasolada, austera y aparentemente distante. Es una obra que parece sumergida en un mundo profundamente personalizado y condicionado por la naturaleza, porque es una artista de oficio, absolutamente magistral y auténtica, que ha sabido fusionar el valor de la estética con el de lo afectivo. Mantiene un delicado equilibrio entre forma y contenido que tilda de trascendental todas sus creaciones, al margen de modas o tendencias. Una visión peculiar, delicada, casi mística perfuma sus visiones, de una objetividad sutil que esconde retazos del alma de la pintora: sosegada, en paz y paciente, pero tenaz y constante en sus propósitos.
Su primera exposición individual fue en 1966, en Madrid, cinco años después de casarse con Antonio López, aunque su pintura, como la de la mayor parte de los realistas en aquellos tiempos, fue mucho más apreciada en Estados Unidos y Norte de Europa que en España.
Una claridad apabullante que disfraza de visiones –casi espectrales a veces– lo que no es más que una excelsa forma de representar su realidad circundante, sencilla, humilde, diáfana, hermosamente cotidiana, donde siempre se adivina su presencia invitando al espectador a una contemplación no invasiva.
Su pureza plástica ennoblece la pintura. Su trabajo, pausado y elaborado es producto del sentimiento que la visión de la realidad produce en la artista. Poeta de lo cotidiano, sus representaciones, frecuentemente pintadas con tonos claros y veladuras, evidencian pinceladas sutiles, acordes a la parquedad matérica. Su contexto, el habitual, el familiar; rincones desapercibidos de su tranquilo barrio de Chamartín, a los que rescata del olvido e inmortaliza con magistralidad y sobria elegancia.
Se trata de una fórmula personal, no enteramente consciente. Ahí radica precisamente el ángel de su expresión. Su pintura es menos objetiva; se adueña de una suerte de misticismo que capta en aquello que retrata para convertirlo en algo conmovedor.
Pintora de la melancolía, ha experimentado una interesante evolución desde sus trabajos más tempranos, ricos en interiores sombríos, lúgubres, tristes, que inquietan. Con el tiempo, la pintora fue abriéndose a la luz, saliendo hacia el exterior y retratando rincones intimistas de su jardín o paisajes urbanos próximos. La propia pintora reconocía que se trataba de un fiel reflejo de su proceso de evolución interior.
Introvertida y reservada, sus paisajes, siempre solitarios, son cálidos y acogedores, dotados de una luz de difícil descripción. Las flores que retrata simbolizan la temporalidad y la fragilidad de la esencia, de la existencia, y su constante presencia en la obra de María Moreno las convierte en testigos silenciosos que certifican el transcurso del tiempo.
No hay tantos buenos retratos. Vermeer, que me gusta muchísimo, sin embargo creo que no capta bien la figura. Veo un Vermeer, no al personaje real. En un retrato yo no quiero que me den la apariencia, quiero la clave de la persona. Y eso solo lo logra un pintor infinitamente más dotado que yo.
Por eso no he querido hacer retratos
Hasta los años ochenta no se comenzó a producir un tímido reconocimiento de este tipo de pintura. Su excepcional dominio del dibujo es la base de una pintura marcada por descripciones austeras que reflejan con solemnidad el silencio y la soledad, aunque bajo la omnipresencia de esa luz espléndida que inunda sus lienzos, especialmente los que han sido realizados en la segunda etapa de madurez de la pintora. Es precisamente esa luz y el uso que la artista hace de ella, lo que confiere a los edificios de sus paisajes urbanos una nueva dimensión, potenciando la perspectiva, personalísima, vista desde la parte alta de los mismos, que de este modo parecen transfigurarse, dejándose hacer en manos del sentimiento y la potencia creativa de María.