Foto Silke Falken

La difícil filosofía de la realidad

Lecciones de humildad

 

Cambia el clima. Augurio del principio del fin del Holoceno. Aumentan las temperaturas y proliferan las pandemias. Nuestro descontrolado crecimiento demográfico contribuye y favorece la inexorable transición de un planeta al borde de la extenuación, cuyos recursos naturales han sido diezmados.

El diagnóstico es de una claridad meridiana; pero al ser humano le escuece la verdad. Resulta sumamente incómoda; por lo tanto, optamos por el siempre tan socorrido cinismo. Y es por eso —y por una interminable serie de desaciertos movidos por la necedad— por lo que probablemente no acabaremos siendo más que un ínfimo apunte en la historia de este hermoso planeta cuyas extraordinarias condiciones se conjugaron un día para posibilitar una existencia que nunca entendimos.

Aunque en términos geológicos la importancia del ser humano sobre nuestro planeta queda reducida a una pequeña anécdota, sí que creo que dejaremos nuestra particular y execrable huella, especialmente durante los últimos quinientos años. Pero de ahí a proponer una nueva era geológica —la Antropozoica— marcada única y exclusivamente por nuestra irrupción, no es más —pienso yo— que una nueva forma de ilustrar la infinita arrogancia humana.

Comparado nuestro periodo de principal ocupación y desmesura de estragos en todos los frentes posibles, con la duración media de cualquier era precedente —en torno a los 40, 50 o 60 millones de años— resulta impensable concebir algo así. Desde una perspectiva tanto temporal como espacial, la apabullante historia de nuestra humanidad se reduce a un pequeñísimo intervalo de apenas doce mil años de bondades climáticas que nos han permitido prosperar. Esta época —el Holoceno— es el actual periodo cálido tras la última glaciación, y el único que nuestra especie ha conocido.

Sí que es cierto que nuestra eficacia ha sido de una espectacularidad suprema. Conseguir arrasar tanto en tan poco tiempo es impresionante. Nuestra elevada tasa de reproducción y supervivencia, nuestra increíble capacidad de adaptación a toda costa, y cueste lo que cueste, nos ha convertido en una de las plagas más perniciosas para todo y para todos, lo que paradójicamente incluye a nuestra propia especie. Ese letal despotismo, que sojuzga y da por sentado que la dominación queda justificada en base a una supuesta superioridad como animales «racionales», afecta indiscriminadamente todos los recursos naturales.

La soberbia, la arrogancia, carecen ambas de prudencia, y arrastran desprecio hacia todo lo que les rodea. Son actitudes innobles y rígidas, que distancian de la comprensión de que somos parte de un todo, y no el ombligo del mundo.

Por eso creo firmemente que es preciso entender para proteger, porque ni tan siquiera la ignorancia debe ser considerada alegato para la exculpación, porque bien que aprendemos lo que nos complace, lo que nos produce gozo y diversión. La realidad es dura y apremiante. No querer verlo es denigrante y necio. Interesarse por lo que está pasando, por el crucial momento que estamos viviendo todos y todo, es un derecho. Pero sobre todo, y por encima de todo, es una obligación y una enorme responsabilidad con nuestros descendientes.

La idolatría del dinero ha convertido en herramientas todo lo que nos rodea, en detrimento de la dignidad tanto de avasalladores como de vasallos. Todo es susceptible de ser consumido, utilizado o desechado ad libitum. Acaparamos sin pararnos a pensar en lo inútil de tal comportamiento, en su sinsentido. Hemos digerido un concepto ilusorio de felicidad hedonista basada en el aquí y el ahora, que arrincona la introspección, la conciencia moral. Todo es devastación tras cada asentamiento ¡Qué vano y disparatado el empeño en buscar la calidad a través de la cantidad!

Pero puede —aunque francamente tengo mis dudas— que haya aún un futuro para nosotros. De ser así, pasaría por un serio colapso que nos suma a todos en profunda revisión crítica y facilite la comprensión y una brusca toma de conciencia de que somos perfectamente prescindibles y descartables para el planeta, sobre el que no tenemos y nunca hemos tenido supremacía alguna. Y para llegar a ese nivel, deberemos dejar salir toda la luz y el amor que tengamos dentro, sacar fuera el arma más poderosa: los sentimientos.

La materia esencial para nuestra pervivencia es finita. No puede abastecernos a todos. Y seguimos creciendo. Somos un azote. Vivimos como si no hubiera un mañana, como si los recursos fueran ilimitados. La única esperanza para nuestra especie es cultural, pero eso parece políticamente inviable ya que nuestra continuidad pasa por asumir un decrecimiento. La pandemia que nos castiga era previsible: migraciones masivas, destrucción de hábitats, inundaciones por desbordamientos, olas de calor e incendios descontrolados, deshielos e incremento de temperaturas también en el mar, aire contaminado y extinciones en masa,… da mucho que pensar e invita a una consideración: con o sin razones, justicia o sentido, un día cualquiera de cualquier mes o año, algo cuyas magnitudes están muy por encima de nuestra capacidad de respuesta o entendimiento puede acabar repentinamente con proyectos, ilusiones y sueños.

La mayoría no soporta una reclusión en casa con los suyos y, sin embargo, pasa la vida corriendo, trabajando, angustiándose y velando —supuestamente— por ellos ¿No es ésta una reflexión crucial? La falsa ilusión de proximidad, de cercanía, que nos proporciona la tecnología de las comunicaciones, da paso, durante apenas un par de semanas, al contacto en vivo y en directo. Y parece que eso tampoco lo sabemos llevar bien. Luchamos por la conciliación, pero cuando tenemos la oportunidad de disfrutar de una intensa experiencia de convivencia, nos asfixia y estallamos en redes sociales despotricando contra todo y contra todos, buscando culpables de nuestro vacío existencial. Es el desenlace de una historia sobrecargada de desvaríos e incoherencias. Somos causa en gran medida de lo que nos pasa. Lo importante es aprender de todo ello, esforzarnos para mejorar, porque los desastres seguirán siendo una constante amenaza. Eso, no cambiará. Nosotros, sí podemos hacerlo; quizás, retrocediendo sobre nuestros pasos y retomando el camino que nunca debimos dejar atrás.