La historia de la humanidad se ha ido construyendo sobre un entretejido de acontecimientos y transformaciones que se han ido sucediendo y que han ido marcando, peldaño a peldaño, la trayectoria del pensamiento humano en el tiempo.
Pese a nuestra resistencia, nuestra pervivencia es frágil, como casi todas las formas de vida conocida o por conocer. Y todo lo vivo es vulnerable, y debe ser cuidado. Para ello, es vital asumir una responsabilidad universal y promover una ética que ilumine nuestra existencia.
Avanzar en la comprensión científica no nos da derecho a experimentar con la vida circundante, porque existe un delicado y valioso equilibrio que no podemos poner en peligro basándonos en la innata curiosidad humana. Y para eso es imprescindible educar en la espiritualidad, en la transitoriedad y en la trascendencia de todo cuanto hacemos o dejamos de hacer, en el respeto incluso por lo que no alcanzamos a comprender, pero que aun así podemos amar y disfrutar. Quizás no sea necesario entenderlo todo.
El caos, el absoluto descontrol que nos inunda en situaciones de emergencia mundial como la que estamos padeciendo en estos momentos, van a mostrarnos —de manera apabullante— que lo que realmente llena el frecuente vacío humano no es tangible, sino que nace del entendimiento de que el amor y el respeto entre especies —hacia todo y hacia todos—, la armonía, son la esencia de la vida plena. La espiritualidad no es una cualidad exclusiva de cultos religiosos. Es una recia inclinación hacia lo intangible, hacia lo más etéreo de nuestra existencia y de su maravilloso contexto.
Puede que en estos momentos en los que muchos nos hacemos preguntas para las que nadie tiene respuesta; en estas especiales y espinosas circunstancias en que muchas personas se sienten perdidas, cuando estemos más y mejor predispuestos para alcanzar a aceptar e incluso simpatizar con nuestras flaquezas, con nuestra perfecta imperfección, con nuestras sombras. Reconocer que no somos rival para los designios de un mundo cambiante y lleno de vida, que de vez en cuando, invoca las consecuencias de nuestros actos.
Como en su día me instruyeron, la naturaleza no es ni bondadosa ni cruel. Es indiferente; pero por tediosa inclinación antropocentrista, nos autoconcedemos prioridad absoluta, por encima de cualquier otra cosa humana o divina. Ya no nos queda ni el consuelo de la religión, y todo lo que nos circunda queda irremediablemente subordinado al criterio humano, devastadora máquina de supervivencia avivada por una sociedad desestructurada y devota del capitalismo, principal origen del egoísmo y la depravación humana.
Afortunadamente las sombras no existen sin luz.
Pero no basta proclamar con fuerza un ideal. Es preciso ser después coherente y actuar consecuentemente. Y aunque me resulta conmovedor —no lo niego— descubrir cientos de pequeños gestos de bondad, me gustaría pensar que son fruto de la eclosión de un nuevo modo de entender la vida, de una revelación. Quiero creer que todo esto nos va a hacer más sabios, más prudentes, más humildes, más bondadosos. Que sabremos restituir nuestro mejor valor; pero me falta fe.
Poner a trabajar nuestra innegable inteligencia en favor de un mundo mejor no es solamente algo crucial que debemos acometer. Es la demostración de que realmente merecemos sobrevivir.