La extraña pareja
La capacidad del arte para conectar con la sensibilidad de las personas y su descomunal trascendencia temporal implica una enorme responsabilidad, que debe traducirse en una comunicación emocional, pero bien estructurada y coherente. De otro modo, el mensaje es ineficaz.
La expresión «arte sostenible» se ha acuñado como una especie de cajón de sastre donde tiene cabida todo tipo de creación artística siempre y cuando esté supuestamente en armonía con lo que se acepta como principios esenciales de la sostenibilidad o del desarrollo sostenible: igualdad entre géneros, razas y generaciones; tolerancia, inclusividad, lucha pacifista, preservación y restauración de ecosistemas deteriorados a causa de la presencia humana y, en resumidas cuentas, todo lo que acarrea dejar atrás el afán de dominación y llegar a convertirnos en una civilización respetuosa con el planeta y todos y cada uno de los seres que lo habitan, esencialmente en beneficio de nuestro propia supervivencia; convertirnos en una civilización capaz de mantenerse a lo largo del tiempo sin que sus recursos mermen.
Pero lejos de intentar encuadrar la expresión o su origen en un momento histórico determinado, creo más importante hacer una reflexión previa sobre el asunto, porque tiene su enjundia, y porque el término «sostenible» es tremendamente ambiguo.
Para empezar, no es posible el desarrollo sostenible sin cultura. Sin cultura, el caos ambiental es inevitable. Tal y como establece la UNESCO, la cultura ofrece el contexto, los valores, la subjetividad, las actitudes y habilidades que deben estar presentes en todo proceso de desarrollo sostenible, proporcionando instrumentos de innovación y creatividad para dar respuesta a los desafíos a los que nos enfrentamos para realizar la transición a un nuevo modelo de desarrollo. La cultura estructura nuestra identidad y es transversal a todos los objetivos de desarrollo sostenible. Muchas culturas antiguas ya mostraban un profundo respeto por el mantenimiento de un equilibrio natural. Los bosques y las montañas, el agua de los ríos y el viento, eran venerados. Esa humildad ante la magnitud, la belleza y la inmensidad, eran la esencia de prácticas culturales que han ido siendo lamentablemente desplazadas y reemplazadas por modos de vida contemporáneos basados en el más feroz de los consumismos. Curiosamente, esa manera de entender la vida y nuestro papel como especie en un planeta que compartimos –porque no nos pertenece en exclusiva– podría ser de gran ayuda para la sociedad actual, si supiéramos cómo reconectar con esa espiritualidad perdida.
Para algunos historiadores, la idea de arte sostenible comienza a florecer con el arte conceptual de finales de los años sesenta e inicios de los setenta, como resultado de una profunda concienciación del carácter global que alcanzaba la mayor parte de los problemas, tanto de índole social como ecológica. Es sin embargo con la entrada del nuevo siglo cuando la preocupación por la sostenibilidad y todos sus términos relacionados experimenta una gran efervescencia, especialmente entre profesionales del arte contemporáneo, filósofos, medioambientalistas y ruidosos activistas, intentando explorar nexos en común entre los diferentes movimientos y enfoques. Y bueno, al menos conceptualmente, sí podríamos hablar de un arte comprometido y dispuesto a formar parte de la solución.
En un primer intento por acoplar «arte» y «sostenibilidad», podríamos aventurarnos a decir que sería una forma de hacer arte siendo plenamente conscientes de que todo el protagonismo debería recaer, no solamente en la obra, sino en el modo en que esa obra interactúa con la sociedad de una manera responsable y comprometida, valiéndose además de la siempre poderosa capacidad del arte como vehículo de comunicación, exposición, difusión y denuncia de actuaciones que deben ser abolidas por su nefasto efecto sobre la salud de nuestro planeta y de nuestra actual forma de vida. Creo que ese es el matiz más interesante.
En este contexto, hace ya más de cincuenta años que el arte trascendió lo meramente temático para tocar tierra de modo fehaciente y explícito, en su afán por interaccionar con el desarrollo sostenible, fusionando continente y contenido. Esto es algo especialmente vistoso en ciertas expresiones artísticas del movimiento land art, en las que la obra surge de su propio contexto natural, al que queda condicionada de una u otra manera.
Resulta indiscutible el papel del arte como mensajero, vehículo de expresión y comunicación visual, haciéndose eco de todo aquello que afecta a nuestro entorno, ya sea éste físico o mental. Hablar por tanto de arte sostenible podría parecer, al menos a simple vista, un burdo intento de subirse al tren del populismo, para unirse al manifiesto ecuménico de moda.
Ahora lo que vende es eso: la sostenibilidad. Tristemente, la inmensa mayoría de las personas apenas sabe de lo que está hablando; quiero decir, de su alcance, de su repercusión, del origen y pronóstico del asunto, de su trascendencia, a años luz de toda propagandística. La sociedad suele limitarse a intentar acostumbrarse a ir introduciendo pequeños y cómodos cambios en su rutina de cada día, como reciclar o ir al supermercado con su propia bolsa de yute. Poco más. Y no es que con ello pretenda restar valor a esos pequeños guiños, porque son de agradecer, especialmente teniendo en cuenta los exiguos conocimientos sobre la magnitud del problema que la mayor parte de la humanidad detenta, y el cargante y ruidoso activismo que azota a los sectores más exaltados de las sociedades del primer mundo. Lo que sucede es que falta conciencia de la inmediatez de la problemática –posiblemente el mayor desafío al que se va a enfrentar nuestra especie– porque no se trata de una amenaza a corto o a medio plazo, sino que es algo que ya está sucediendo.
Pero lo sostenible, lo ecológico, lo verde, o como uno prefiera denominarlo, ya viene de lejos, y el arte –en todas y cada una de sus formas de expresión– siempre lo ha reflejado. Cuando una obra de arte, ya sea ésta reciclada o creada con residuos tóxicos, desechos o baba de caracol –porque ésta es una parte insignificante para la obra, aunque digna– reúne destreza y carga simbólica, se convierte en un potente revulsivo que aguijonea las conciencias y estimula reflexiones. Difícil alcanzar mayor impacto que mediante el encantador personaje de Wall-e, deambulando entre los escombros de un planeta devastado tras el paso del ser humano. Un mensaje que, además, abarcaba a todos los públicos, especialmente el de los niños, que son a quienes en mayor medida va a afectar el empeoramiento de las condiciones de vida que nuestra especie requiere para sobrevivir. Porque el planeta seguirá su proceso, con o sin nosotros. No somos demasiado relevantes. Lo que realmente estamos poniendo en peligro son precisamente las maravillosas condiciones que en su día permitieron la vida en la Tierra. Dicho de otro modo, como especie, apenas llevamos aquí 300.000 años y ya estamos enfrentados al dilema de nuestra extinción ¿de qué nos ha servido tener un cerebro más desarrollado en términos de evolución, si estamos destruyendo el ecosistema que permite que sigamos respirando? Tan paradójico como absurdo.
El apelativo «sostenible» arrasa y va a seguir arrasando en las pasarelas de «lo correcto». De hecho, es potencialmente aplicable a todo y a todos, siempre y cuando en algún momento de la cadena de producción-difusión de cualquier producto, ya sea éste tangible o intangible, se procure dejar claro que los materiales son reciclados o reciclables; que las vacas se alimentan de pastos libres de pesticidas o que se planta un pino por cada cierto porcentaje de ventas. Y a falta de pasarela a la que agarrarse, siempre queda la recurrida opción de pasarle la patata caliente a algún pasante ocasional vinculado monetariamente al negocio, un proveedor responsable, un país en desarrollo o una mano de obra decentemente remunerada.
El arte sostenible tiene miga y tela para rato. Son cada vez más las escuelas, instituciones, empresas privadas y marcas que destinan una parte de sus presupuestos a proyectos sostenibles, a la espera de decidir cuál. Por eso brotan iniciativas de todos los colores hasta de debajo de las piedras, buscando llamar la atención —¡cómo no! – de patrocinadores y subvencionadores. La misma historia de siempre. Está claro que funciona, y no es de extrañar. La sostenibilidad es ahora marco de referencia en la política y en la economía. Representa un reto, pero también una gran oportunidad de enriquecimiento para el insaciable sistema capitalista.
La tabarra mediática ha trivializado sobremanera la situación, convirtiéndola en algo que para muchos parece pasajero. Es lo que suele suceder cuando la información no se pondera y se vierte a raudales sobre un público desinformado, que además presta escasa atención a lo que no cree que pueda afectarle de forma inminente, porque vivimos en la época de la inmediatez.
Y desde luego que creo que la gran fuerza del arte reside en lo que se consigue valiéndose de una serie de herramientas, que no son precisamente los materiales en sí mismos. Desde luego que es preciso –e imperioso– reciclar y acabar de una vez por todas con el brutal despilfarro actual, pero, ciñéndonos al arte, comparar el impacto de una drástica reducción de su huella de carbono, y el golpe de efecto que es potencialmente capaz de crear en la concienciación de la humanidad, es como comparar un huevo con una castaña. La repercusión del comunicado artístico trasciende lo meramente técnico, lo instrumental. Su potencial es inmenso.
Con el cambio de milenio, y desde entonces, han sido cada vez más los artistas que han optado por entrar en el apasionante debate de la sostenibilidad como principal vía de actuación frente al cambio climático y sus consecuencias. Y lo han hecho valiéndose de su trabajo artístico y su capacidad para abordar y plasmar visualmente la polémica mediante un lenguaje universal y diáfano, de difícil tergiversación.
Desde siempre, el arte se ha visto profundamente influenciado por la realidad circundante; ha reflejado las inquietudes, conflictos y problemática de cada momento particular de nuestra historia. Actualmente, la profunda preocupación que existe en torno al medio ambiente y a su vertiginoso proceso de deterioro a consecuencia, en gran medida, de la intervención humana, afecta ¡cómo no! a la sensibilidad artística y a su expresión.
Pero a pesar de su poder de convocatoria emocional, este efecto no suele ser inmediato, sino que debe seguir un proceso de concienciación que se origina a partir de ese impacto visual, posterior reflexión, interpretación e interiorización del mensaje.
Es preciso tomar el camino de lo estético, porque a la libertad se llega por la belleza (Frederich Schiller)
Desde el principio de todos los tiempos, el arte ya ha venido siendo utilizado como transmisor de conocimiento, como vector de la imaginación y la narrativa. Concibe escenarios alternativos. A través del arte, se ha dejado constancia de lo vivido, del temor a lo desconocido, del manejo de lo conocido y de la admiración por la belleza de la naturaleza. Ha sido el más fiel testigo de la cosmovisión del hombre a lo largo de su existencia, el ángel custodio de lo más espiritual de su identidad, y promueve la participación del público en tanto en cuanto cuestiona y, por tanto, suscita respuestas.
En este sentido, las grandes instituciones deberían potenciar su capacidad de comunicación y sensibilización del público porque el diálogo que crea el arte puede –si es que bueno– provocar una catarsis. Al respecto, quiero recordar una de las exposiciones más innovadoras y visitadas en el Reial Cercle Artístic de Barcelona, organizada por la empresa de Aguas de Barcelona en el año 2018, y titulada The Zone of Hope. El objetivo era concienciar a la ciudadanía y buscar un mayor grado de compromiso ante el acuciante problema derivado del cambio climático, pero transmitiendo un mensaje de esperanza. El uso de una tecnología inmersiva de última generación permitía a los visitantes trasladarse al año 2080 y experimentar, de forma muy realista, las consecuencias de la inacción, como inundaciones en el centro de Barcelona o embalses desertificados. Estaba especialmente pensada para los más jóvenes, legatarios de la situación. Casi diez mil escolares la visitaron y, en general, fue un éxito impresionante de visitas.
El sistema actual es inviable a todas luces. Está basado en un crecimiento y una expansión constantes, dentro de un planeta con recursos cada vez más limitados. Así de sencillo es el planteamiento. O contenemos el crecimiento o buscamos un nuevo lugar que colonizar.
Sería preciso reeducar al hombre en su amor por la naturaleza, hurgar en la nobleza, en el romanticismo, en la belleza y en el amor, para conseguir el ansiado final de película. Y suena tan encantador como inalcanzable, pero sería posible si dejáramos de ser tan necios. Estamos exactamente en el momento preciso para restablecer la unión entre mito y razón; para dar a luz formas de pensar alternativas y construir nuevos valores. Entre los privilegios del arte, puede permitirse el lujo de cuestionar creencias, simplificar lo complicado y acercar la realidad al ciudadano de a pie. Tontear entre la quimera y el raciocinio. El arte, libre de encorsetamientos por definición, va más allá de lo que la ciencia puede aceptar. Carece de las limitaciones propias del racionalismo y recrea realidades basadas en la intuición, en lo premonitorio, en el pensamiento cabalístico. Se sirve de un lenguaje universal, esencialmente emocional y simbólico, accesible a todos los públicos, por lo que su potencial alcance es colosal.
Que es preciso un golpe de timón es innegable; que es responsabilidad de todos, también. Dentro de este contexto, el arte y sus agentes, tienen mucho que aportar y de lo que enriquecerse, porque el momento actual es sin duda alguna inquietante e inspirador. El planeta se enfrenta a un impresionante desafío. Hay que hacer mejor las cosas; sin desarrollo sostenible, no tendremos futuro. Todos podemos y debemos actuar, y la auténtica transformación social es sin lugar a dudas emocional. Llegado un momento, algo nos hace reaccionar, percatarnos del problema y de que cada uno de nosotros somos parte de la solución. No individualmente, sino como colectivo. Es esencial trabajar en red, y actualmente, las tecnologías digitales nos permiten conseguir lo que era inimaginable hace apenas veinte o treinta años.
Pero como ya he dicho, falta información y, sobre todo, falta credibilidad. En un mundo invadido por el ruido, por la sobresaturación de falsos datos; donde cualquiera tiene voz, pese a carecer de criterio, es realmente difícil convencer, y una gran mayoría ha optado por el individualismo y la desconexión ante la magnitud del problema que enfrentamos como especie: algo así como «Après moi, le déluge», atribuido a Luis XV en sus últimos años de vida, ante la proximidad de los acontecimientos que tuvieron lugar poco después.
Y puesto que nada lograremos sin concienciar a toda la humanidad, no basta con limitar el debate a grupos de expertos. Es vital encontrar la manera de provocar el cambio en las mentes y en los corazones de las personas, diseminar la gravedad del tema, sin aspavientos, ponderando la cantidad y calidad de cada mensaje, buscando recuperar la confianza de las personas, evitando difundir datos fuera de contexto y ayudando a conformar criterios; concienciando con claridad y rigor, porque peor que carecer de información es estar incorrectamente informado, y en ambos casos, no solo no es posible asumir responsabilidades, sino que además, es nocivo para la sociedad. Una actitud negacionista basada en la ignorancia, es un cáncer social. Por eso es vital que las personas se interesen y adquieran una base de conocimientos que les permita adquirir un sentido de pertenencia y entender la problemática a la que nos enfrentamos como civilización. Nos va la vida en ello.
Publicado en revista CERCLE. Año 7. Núm. 14. 2022