Micheangelo Buonarroti, indiscutible genio del Renacimiento y máximo exponente del legado artístico de la Florencia de los Médici, siempre concibió la escultura como algo moral, que como tal, debía florecer desde dentro hacia fuera.
Esculpir en mármol representa un gran desafío. Y es que se trata de un material noble y amable, pero intransigente para con el error. No lo admite. Exige precisión. A cambio, ofrece perfección, resistencia y gran belleza. Tras ser pulido, resplandece con luz propia, sin necesidad de aderezos. Quizás sea su propio proceso de formación como roca metamórfica, subyugada y sometida a elevadas temperaturas y presiones que provocan su cristalización, lo que en cierto modo explique su tortuoso proceso de creación, y el espectacular brillo y textura que a resultas de tal calvario exhibe.
Recientemente conocí la obra de un hombre sencillo y talentoso. Su trabajo orbita, esencialmente, en torno a esculturas y dibujos previos. El dibujo, de hecho, representa el punto de partida en todo proceso de conversión de la idea –lo intangible– en algo tangible. Es la primera materialización de toda ilusión, reflexión o pensamiento. Y como tal, merece la mayor de las consideraciones. Forma de arte primigenia, el dibujo capta con inmediatez el primer impulso creativo; es la concepción del pensamiento; la expresión artística primaria y simple por excelencia.
La colección más o menos antológica que exhibe Joan Tanet en la Fundación Sorigué es una suerte de retrospectiva compuesta por creaciones de los últimos diez años; abstracciones envueltas en una peculiar sensualidad, aromas minerales, matices entre vetas de indescriptible cromatismo, piezas más o menos complejas e intuitivas, a través de las que representa un acontecimiento, una historia o un concepto. La confrontación, los elementos, la dualidad, el apego a la tierra, el culto a los orígenes: el terreno pedregoso, los atormentados troncos de árboles centenarios, los infinitos matices cromáticos de la hojarasca. Una obra que parece surgir de lo más profundo de las entrañas para concretarse en forma de bella alegoría.
Tanet es un escultor de gran oficio, de impecable factura. Condensa ideas y las gesta dando forma a figuras que solo son frías en apariencia; piezas que abrigan un profundo y enigmático simbolismo y que muestran interacciones entre la naturaleza y el hombre; aportando una sensación de ligereza a la robusta solidez del material empleado.
De carácter discreto, modesto, poco proclive a la actual pandemia exhibicionista, Tanet me ha parecido un artista prudente y circunspecto, que muestra una profunda conexión con la tierra, con la que empatiza y a la que venera a través de sus dibujos y esculturas. Su trabajo es respetuoso, sobrio y contundente, tanto en la forma como en el concepto; una invitación a transitar despacio entre las diferentes esculturas, que parecen convocar un llamamiento al silencio, a la mirada lúcida, a la introspección. El arte puede ser el resultado de una obsesión, un empecinamiento, una perseverancia. Y cuando es así –y algunas veces– surge algo tan fascinante como enigmático; algo que perturba, que seduce, que sugestiona. Pura taumaturgia.