Innovación y conservación aúnan esfuerzos por construir nuevos modelos museísticos
Los museos tradicionales de arte, los templos de musas –las diosas de la memoria–, coleccionan objetos y anhelan atesorar obras maestras, esto es, obras a las que la historia haya reconocido su valor y prestigio.
Un ejemplo histórico. En 1818 funcionaba en París el Museo de Luxemburgo, donde se exponían obras de artistas vivos adquiridas por el estado en ferias y salones. Diez años después de la muerte del autor, las obras eran descolgadas y evaluadas. Solo las que habían logrado notoriedad eran trasladadas al Louvre. El resto se distribuía entre pequeños museos provinciales o despachos institucionales. Un tipo de museo similar al descrito fue inaugurado en Madrid en 1894, predecesor del actual Reina Sofía.
El clásico estudio de Pierre Bourdieu, –publicado por vez primera en 1969–, titulado L'amour de l'art. Les musées d'art européens et leur public, así como algunas reflexiones más actualizadas –como por ejemplo las de Andrew McClellan sobre el declive del concepto museístico inicialmente lanzado en la Ilustración, manifestaba, entre otras muchas cosas, que los nuevos museos relegaban a un segundo término todas aquellas funciones esenciales para las que habían sido diseñados, es decir; conservación, estudio y exposición de obras de arte; Y por ende, la clásica arquitectura de gran parte de los edificios designados para custodiar las colecciones de arte mostraba muchas similitudes con la estética de grandes templos o santuarios donde se hospedaban los mausoleos de artistas y corrientes ya desaparecidas, algo que, actualmente, ha quedado atrás, con los nuevos y rompedores diseños arquitectónicos de algunos de los más revolucionarios museos de arte, como el Guggenheim de Bilbao.
Enfrentándose a la idea primigenia y tradicional de un museo con fines primordialmente conservadores y gran estatismo en sus colecciones, algunos de los muchos museos creados durante el auge museístico de la segunda mitad del siglo XX, conceden especial preponderancia a la arquitectura del edificio, sustentándose en un nuevo concepto de espacio lúdico donde entretener al público mediante la incorporación de exposiciones temporales, tiendas y propuestas varias de entretenimiento que distancian sobremanera sus fines de los propios del museo clásico, convirtiéndose en grandes espectáculos llenos de salas disponibles para cualquier fin publicitario, político o social y desvinculándose de su excelso simbolismo como transmisor cultural. Su mediación –a veces como agentes blanqueantes de dinero–, entre empresas privadas y públicas, gracias a las múltiples ventajas fiscales que afectan todo bien considerado como “cultural”, legitima su actual función, al tiempo que da tajada al estado para intervenir en el siempre tan codiciado mercado del arte, regulando transacciones y cabildeando todas y cada una de las mediaciones, especialmente las que tienen que ver con la tasación, pero también abre una brecha a la incorporación de colecciones privadas y a su conocimiento por parte del público.
Y aunque el concepto de exposición temporal parece una forma digna y honrosa de capear el temporal de recortes presupuestarios, parece que muchos centros aún siguen mostrándose recelosos a la hora de abrir sus puertas a las auténticas corrientes de arte actual, por lo que apuestan por lo seguro y muestran solo colecciones históricas.
Es obvio que consideran arriesgado –y sobre todo difícil–, tener buen ojo a la hora de seleccionar qué artistas podrían llegar a alcanzar a medio o a largo plazo elevadas cotas en el mercado del arte gracias al refrendo de la crítica, por lo que la mayor parte de los museos de arte moderno o contemporáneo renuncian a mostrar la cultura viva para convertirse en templos devotos al recuerdo de lo histórico, suntuosos mausoleos de tendencias pasadas, magníficas, muy ilustrativas, pero definitivamente pertenecientes a la historia del arte, no a su presente.
Es por ello que el museo viene experimentando una crisis de fundamentos, habiendo tomado un camino que le lleva a erigirse más bien en un instrumento de bienestar social y manipulación cultural que en un valioso marcador cultural y artístico, capaz de dar veraz testimonio tanto de cuanto ha acontecido como cuanto sigue aconteciendo en el panorama artístico.
Y aunque el auge de las exposiciones temporales, efímeras, ha sido y seguirá siendo motivo de polémica, dado que hay quienes defienden que abandona uno de los principales bastiones sobre los que se basaba la esencia museística renacentista, que es el de la conservación, la mayoría se muestra partidaria de esta creciente tendencia, argumentando que se ajustan a una trayectoria ciertamente descriptiva y continuada de la historia del arte y sus principales corrientes, algo casi insólito en la mayor parte de los museos, abocados exclusivamente a convertirse en grandes instrumentos de movilización de masas.