Recordar no es volver a vivir, es vivir sin olvidar
Decía Antonio Porchia (Conflenti, Italia, 1885), devoto del aforismo, poeta y místico, incansable rastreador de voces, que algunas cosas se hacen tan nuestras, que las llegamos a olvidar.
No ha sido hasta hace unos años que ha comenzado a adquirir relevancia toda una serie de movimientos y acciones conducentes a la reconstrucción de la denominada memoria histórica, un concepto acuñado por primera vez por el historiador francés Pierre Nora para referirse al esfuerzo realizado por ciertos grupos o sectores de la sociedad para vincularse a su pasado, ya sea éste real o supuesto. Esa memoria, tácitamente relegada a un rincón del olvido, o sótano de la memoria, como solía decir J. L. Borges, suele cargar sobre sus espaldas un gigantesco fardo de mitos y estereotipos deslucidos de tanto magreo.
Porque el presente es el pasado del porvenir, como Mario Benedetti bien plasmaba en sus poemas, es preciso aleccionar a la vaga memoria, capaz de conservar, tergiversar, descuartizar o deformar la historia de todos, para convertirla en la historia de nadie. Porque esas mismas generaciones que vivieron en primera persona los acontecimientos, van poco a poco desapareciendo y confundiéndose con la luz y, con ellos, también se dulcifica la crudeza de sus recuerdos, atrapados en el pasado, cuidadosamente desmenuzados ante el temor de un resurgimiento cual Ave fénix.
Pero me apetece reflexionar sobre el derecho que todo y todos tenemos o deberíamos tener a recordar y a esperar ser recordados, sin artificios, prejuicios o reservas. Cultivar la memoria a sol y a sombra para construir o reconstruir una identidad social sobre sus cimientos parece lícito. El reconocimiento de la verdad fundamenta el propósito de enmienda, pero para reciclarnos en nuestro propósito, para que los restos y las sombras del pasado nos sirvan como argamasa en el levantamiento de nuevos y más fuertes pilares, es preciso custodiarlos o rescatarlos.
Y lejos de toda connotación política o reivindicativa, porque nada hay más opuesto a mi intención, creo conveniente conservar los vestigios de un pasado gracias a cuya existencia pisamos hoy fuerte y anhelamos alcanzar niveles superiores de entendimiento y espiritualidad. Escenarios de barbarie y atrocidad son actualmente patrimonio de la humanidad y templos para el recuerdo, nunca para el olvido.
Las viejas y desgastadas fotografías en blanco y negro amarillean dignamente en el fondo de una caja como testimonio de algo que fue real, y que ahora ya no existe. El sonido de un disco de vinilo nos transporta, cual caja mágica, a otras épocas que nos vieron reír y llorar, vivir y soñar, como cuando regresas a aquella ciudad donde te criaste o recorres el viejo caserón de tus abuelos, que tan grande te parecía, donde más de una ocasión recibiste un par de azotes e hiciste más de una travesura.
Nada de ello estamos dispuestos a olvidar, porque todo forma parte de lo que ahora somos, de lo que seremos o incluso de lo que podríamos llegar a ser. Sin memoria del origen, no hay destino.
Y porque recordar es vivir y también porque casi de todo podríamos llegar a ser despojados excepto de unas cuantas cosas intangibles, entre las que se encuentra la divina memoria humana, esa que puede hacernos perfeccionar los mecanismos y los procederes, las actitudes y los actos.
Es por ello que hoy invoco al recuerdo y pienso en aquel decadente artista con el que el otro día me tropecé en un mercadillo callejero, ebrio y ausente, empapado de infortunio, reflejando y reflejándose en una obra tan magnífica que dolía, materializada sobre cuatro maderas desgastadas. Pienso en el infausto desenlace de la existencia de Van Gogh y decido que algo debo hacer. Sea lo que sea lo que alcance a conseguir, es probable que mi implicación altere de algún modo su porvenir, y también el mío.
Recordar no es volver a vivir, es vivir sin olvidar. Quienes vivieron la guerra, recuerdan que la paz es buena. Los jóvenes escuchan las historias que les cuentan sus abuelos porque no tienen aún edad para recordar y sólo evocando el pasado se condiciona el futuro, evitando horrores y siguiendo pautas. Hay que perder para ganar, aunque se haya perdido sólo en el recuerdo. Puede que sea cierto que la memoria colectiva está mucho más domesticada y es por consiguiente más dócil y menos virulenta que la individual. Y porque casi todo está dicho ya, muchos caminarán por donde otros ya pasaron, pero sin tropezar en las mismas piedras, a sabiendas que sobre ellos pesan los logros y los fracasos de toda una humanidad.