Donde no hay normas, el acierto no es más que pura casualidad
El fabulista griego Esopo, en uno de sus más célebres apólogos, concluía a modo de moraleja: «A menudo, lo que nos niega el arte, nos lo da fortuitamente el azar».
Aunque bien parezca una obviedad el hecho de que un resoplido nunca alcanzará a una melodía, para vergüenza de algunos y atrevimiento de muchos, esa curiosa especie de homínido merodeador de eventos con quien en más ocasiones de las deseadas hemos coincidido, y que suele identificarse con suma facilidad, ya que anda casi siempre olfateando en busca de algo a lo que poder echarle el diente (y no me refiero al vernissage), es mucho más frecuente en nuestra fauna de lo que imaginamos.
El artista autoproclamado, quiero decir, esa suerte de personajillo en busca de su espacio, consciente o no de su ignorancia, y usualmente tan incómodo e incompetente como inoportuno en sus comentarios –frecuentemente despectivos para con otros artistas, curiosamente dotados de más talento–, suele confundir el ser con el parecer, y se ha dejado hechizar más por el canto de las sirenas del aplauso que por la propia magnitud del arte en sí mismo, por lo que deambula por los circuitos, en busca del reconocimiento de algún espabilado, posiblemente tan mediocre como él, que ha descubierto que alimentar su hambrienta vanidad puede convertirse en su mejor oportunidad.
Y me pregunto una vez más, al contemplarlos mientras luchan por tomar la palabra en cualquier tipo de debate, sin decoro alguno por su escasa instrucción, dejando traslucir una vez más estar tan llenos de opinión como carentes de todo conocimiento, ¿realmente es factible para el ser humano llegar a desarrollar un talento, partiendo de tan exiguo haber? Porque si algo tengo claro es que no basta con querer, hace falta ser, y también poner todos los medios al alcance para conseguir enfilar la trayectoria de las aspiraciones.
A lo largo de mi vida, he tenido la suerte de conocer a grandes artistas, eso sí, la mayoría irrelevantes aún para esa «pseudoélite actual del arte» que suele acaparar los medios y los presupuestos de muchas instituciones públicas. Aún así, ellos son grandes artistas, aunque en vida, su arte no les sirva para vivir con el acomodo que deberían. Para ellos, el único temor es no poder pintar más. Todo lo demás, no cuenta.
Porque es verdad que en el arte actual, cuesta encontrar figuras lo suficientemente contundentes como para hacer callar rumores, pero se escuchan infinidad de resoplidos borriqueños.
La tensión por conseguir el triunfo, limita la creatividad y provoca una gran mediocridad. Sólo el artista que se conduce siguiendo su instinto es realmente libre en su creación. La búsqueda obsesiva del éxito induce a la burda imitación de aquellos que en su día sí lograron impactar por su originalidad y su talento. Y cuando un día, por fin, parece sonar la nota, el sorprendido asno custodia y atesora su logro, perdiendo de este modo, la obra, todo su sentido.
Y es que he aprendido que el arte de los grandes es siempre el más generoso. Nunca valora en extremo el logro, porque su capacidad creativa es comparable a la del amor o la bondad: cuanto más se muestra, más crece. Es de esperar que el buen artista consiga reflejar su misiva, mediante la meticulosa aplicación de su saber, al servicio de su ingenio y su imaginación. Eso es lo normal, aunque desafortunadamente, no sea lo frecuente.
Sólo frente a su tela, al artista accidental se pregunta dónde reside la clave del éxito para poder repetir la hazaña –si es que algún día la hubo-, pero nunca logra encontrar la llave que abre la puerta a la explicación, y mucho menos a la capacidad, simplemente porque no la hay. Y cuando recurre a ese recóndito y misterioso rincón donde se supone custodia su genio creativo, no consigue esbozar nada coherente, porque a su pincel le falta el alma, y muchas veces, la más básica técnica.
Pero en este peculiar contexto, también se acomoda otra especie artística de considerable interés. Se trata del académico, del artista de oficio, con una dote de conocimientos técnicos lo suficientemente importante como para suplir su falta de iluminación, talento y creatividad. Son consecuentes con sus limitaciones y perfectos conocedores de sus habilidades. Este colectivo cuenta con todos mis respetos, excepción hecha de quienes, al amparo de un cierto rencor hacia los bendecidos con el don de la genialidad, gastan más tiempo destruyendo lo ajeno que construyendo lo propio. La vulgaridad condenando la iluminación, en una especie de enfrentamiento entre el mal y el bien. Desafortunadamente para el pobre insensato, este tipo de actitud no hace sino atormentarle e incapacitarle para acceder a un nivel superior de conocimiento, tanto material como espiritual, simplemente porque la envidia y el resentimiento son perniciosos para con quien los alberga.
Claro ejemplo nos lo proporciona la triste –e injusta según que fuentes-, versión sobre la tormentosa existencia del compositor Antonio Salieri, contemporáneo de Mozart y de algunos otros compositores de reconocido talento, y quien se vio arrastrado por la mezquindad a la que supuestamente le condujo el hecho de saberse mediocre. Es preciso ser “algo más” que un insignificante para llegar a reconocer su propia desventaja. La constatación de su condición fue probablemente para Salieri su mayor tormento.
Y de igual modo que si de una conjura de necios se tratase, los mediocres se confabulan para derrocar al talento y a la singularidad, sin apenas percatarse de qué modo destaca la magnificencia de la melodía sobre el resuello del infeliz jumento.
A modo de conclusión, otro fabulista, el ocurrente Tomás de Iriarte, concluía su fábula del burro flautista de esta manera: «Sin reglas del arte, el que en algo acierta, acierta por casualidad».