Foto Daniel Rubio

Carnaza para el pueblo

El populismo y sus secuaces

¿Qué es lo que diferencia cultura popular, de cultura de élite?

Si nos ceñimos al diccionario, la primera englobaría todo aquello que agrada (y entretiene) al pueblo, a las masas; territorio de lo populachero y lo populista; la cultura de élite, sin embargo, sería santo de devoción de unos pocos, algo mucho más hermético y reservado. Pretender conciliar ambos conceptos no es sino un tremendo desatino. Se ha buscado el aplauso del vulgo a costa de trivializar contenidos, de buscar inviables conciliaciones entre lo profundo y lo histriónico, entre lo complejo y lo facilón, entre el misterio y la chabacanería, cuando tal utopía, y con reservas, sólo podría estar al alcance de la brillante e ingeniosa dramaturgia de un talento como el de Shakespeare. Lamentablemente los tiempos que corren no abundan en destreza, aunque sí rebosan osadía y mal gusto.

El excesivo uso y abuso de arquetipos bien arraigados en el pensamiento colectivo, –en esa que con exceso de condescendencia es llamada cultura popular, superficial y aburrida– se aferra al uso de la metáfora como útil comunicativo con el pueblo llano; la argucia bien contaría con el indulto si de ahí no pasara, cosa que no sucede, ya que en más ocasiones de las que cualquiera como yo desearía, cae irremediablemente en las garras de lo soez y lo tabernario.

Si una nación espera ser ignorante y libre, en una sociedad avanzada, espera lo que nunca ha existido y lo que nunca existirá.

Thomas Jefferson (1743-1826)

Ese ingenuo equilibrio entre lo popular y lo culto no es más que una quimera, y cuanto antes lo aceptemos, antes regresaremos todos a nuestros puestos, por muy transgresivo que esto suene. Esta hiperdemocratización del arte que a duras penas sobrellevamos, sólo se justifica ante la escasez de talento y engendra la bestia del «anti-arte» que es, considero, un grave error de concepto. La cultura del populismo, en pacto de silencio con instituciones y fundaciones, tanto privadas como oficiales, ha propiciado el crecimiento de una criatura que se alimenta de la misma carnaza que produce, una suerte de subcultura circunscrita a la subvención, a la gratuidad, a la molicie. Haciendo gala de su ácida crítica, ya aseveraba el escritor australiano Robert Hughes (1938-2012) que la ética del lucro empozoñaría el arte para privilegiar lo que realmente era más importante, esto es, el dinero y el poder. Hay quien rebatiría este argumento responsabilizando al artista para con la humanidad, aduciendo que para que el mensaje tenga alcance, es preciso tocar todos los estratos de la sociedad, pero esto no es más que una picardía para justificar la ambición desmesurada por ser objeto de deseo y, en consonancia, alcanzar altas cotas de mercado. Ahora el activismo artístico es pura demagogia con la que apacigua la picazón social y ridiculiza hasta banalizar el arte, que transforma en mísera función circense. Pero eso a casi nadie importa, porque mueve a grandes masas que, distraídas con la deplorable mímesis, sucumben a la insufrible mediocridad del espectáculo de lo absurdo.

El auténtico nicho del arte puro es lo oculto, lo que no es aparente. Es elitista y no está en deuda con nadie, por lo que no tiene por qué hacer concesiones. Siempre lo ha sido y nunca debería pretenderse que dejara de ser así. Es preciso esforzarse para acceder a su entendimiento, pero el esfuerzo, no es popular. El gran arte es desdeñoso para con cualquier tipo de controversia, discusión o conflicto. Es misántropo y adusto por naturaleza. Pero este retraimiento es fruto de la inquietud y consecuencia de un desencanto que sólo es alentado por su respeto y amor a lo auténtico, a lo irremediable, a la verdad.