Aún en exposición, y hasta el próximo 8 de noviembre, la Mirus Gallery de San Francisco (CA) acoge «No-Where», la última individual de José Luis Ceña (Málaga, 1982), una escogida secuencia visual de retazos de historias y relatos deshilvanados que parecen superpuestos sobre un escenario con fondo real y forma irreal.
La temática de este joven artista, al que no pierdo de vista desde que hace años supe de su trabajo, sigue manteniéndose leal a ese su carácter profundamente reservado, que invoca erráticas reflexiones e incorpora fragmentos o elementos que se me antojan no-reales, dentro de escenas propias —aunque sólo en apariencia— de lo cotidiano.
Y sucede que muchas veces, todo el peso de ese escurridizo componente irreal recae en los colores, gracias a cuya osadía se estilizan muchas de las formas y se convierten en atrevidas abstracciones, capaces de provocar sensaciones contradictorias.
Sus representaciones son cuestionamientos, preguntas para las que no se halla respuesta. No dice, sugiere. Y para ello se sirve de ciertas —y ciertamente sutiles— formas de romanticismo. Percibo algo que no veo. Una experiencia onírica, un relato corto, pero contundente.
Miro hacia ello pero no formo parte de ello. Me intimida de alguna manera, comprometiendo tejidos de mi percepción de naturaleza casi mística. Personajes entrecortados, cuarteados, que parecen estar de paso, como protagonistas o como figurantes, atrapados en el tiempo. Composiciones simbólicas que custodian mucho más de lo que muestran. Y eso que muestran parece robado a la ensoñación. La percepción, por muy fugaz que ésta sea, anida en estructuras que conforman la memoria. Esas imágenes se incorporan al caudal de impactos multisensoriales que nutren la construcción de nuestros futuros recuerdos, convirtiéndose en algo mucho más consistente y duradero, aunque susceptible de quedar distorsionado por la inevitable erosión del tiempo.
Sin pretender esconder sus particulares devociones, acaricia el pelaje de la vulnerabilidad, del instante y su fugacidad, de las palabras que nunca llegaron a ser pronunciadas, del gesto encubierto y la mirada velada. Remembranzas que no pertenecen a ninguna época vivida, porque tienen que ver con presencias y ausencias, con aroma a eternidad. Poemas sigilosos que se derriten en el alma y parecen flotar, a la deriva, en un mar de luces y sombras.
La obra de Ceña es de una rotundidad diríase solemne. Descose tramas para mostrar quebraduras y ajados pesares. Penetra y borda la piel del lienzo para revelar lo oculto, la privacidad más decorosa de cada figura representada, de todas esas ánimas de semblante acrisolado, blancas tras el color, resplandecientes e inquietantes,…intemporales.
Abre compuertas a la luz, que irrumpe como elemento expiativo y exterminador de oscuridades. Sin imposición alguna, sin cuestionamientos. Diríase que es más un acercamiento, un secreto compartido, la evocación de una vivencia que puede que sólo haya sido soñada, pero que no por ello es menos real. Y es que se maneja con inusual destreza dentro del territorio de lo onírico, atreviéndose con escenas complejas, de profundo arraigo, con las que —lejos de decepcionar— sobrecoge, especialmente por el acopio de valor que requiere por parte del artista.
En definitiva, una obra intimista y sugerente, de gran valor artístico y conciliador, donde cada fragmento o retazo parece quedar enhebrado por el mismo hilo conductor de una historia sin principio ni final, en la que todo transcurre una y otra vez, en algún momento o en algún lugar, aunque en realidad el cuándo y el dónde carezcan de importancia alguna. Puede que todo el sentido radique en ese caprichoso instante durante el que algo tangible deja de serlo para convertirse en esencia, en recuerdo, en alma.