De lo mucho que llega a incomodar lo inaccesible
Mientras que la mayoría se afana en la deconstrucción de la manifestación artística, disfrazando burros con pieles de león, los talentosos del arte, quiero decir, aquellos capaces de transformar lo privativo en colectivo, se desmarcan tan escandalosamente del pelotón de la mediocridad, que parece un descabello la equiparación.
Y aún así, de todos cuantos han tomado la alternativa del arte inconsistentemente, sin discurso alguno que sostenga su decisión, una gran mayoría navega a la deriva sobre las estancadas aguas de la ciénaga de la medianía. Pero la guinda la aporta su actitud, esa pose patética y soberbia que, lejos de reconocer la propia impericia, osa enjuiciar –inicialmente por pura ignorancia–, o incluso censurar –aquí entra la villanía–, a aquellos de los que más les valdría aprender, aunque solo fuera bebiendo de sus mismas fuentes. Y curiosamente, algunos de entre ellos –que no alcanzan ni tan siquiera a sospechar la grandeza del talento–, mimetizan con tal destreza el genio del privilegiado, que se engalanan de hipocresía para conseguir el beneplácito de los tiburones del arte, creyéndose, o lo que es peor, fingiéndose ungidos con el aceite de la consagración en el templo de las falsas deidades, indulgentes solo consigo mismos. No profesan fe alguna, y su audacia solo es manifiesta conspirando contra el genio.
Ese turbulento río de la existencia humana, en algunos de cuyos meandros sedimentan las más grandes crisis de pensamiento, arrastra corrientes de infecundidad, apatía y miseria en sus túrbidas aguas, esas mismas que lamen las orillas donde acuden a contemplarse la falsa moral y la decadencia.
Estas zorras despechadas alimentan inconcebibles rencores contra la virtud de la que solo íntimamente se saben desposeídos, por lo que diseminan su baba ponzoñosa entre los desdichados que caen en su telaraña, defendiendo un postulado producto de una actitud conveniente, nunca de una emoción. Y justamente ahí nos encontramos con una de las señas de identificación del talentoso: su rugido. El talante del dotado se mueve por sentimientos que afianzan su fortaleza y le permiten alzar las manos para encaramarse a la parra donde beber las mieles del dulce racimo. El mediocre finge y es desleal, pero no solo con la verdad. También traiciona la mentira, porque se atrinchera siempre allí donde los vientos soplan más a su favor. ¡Qué acertado Sir Francis Bacon cuando aseveraba que nada induce al hombre a sospechar mucho como el saber poco!
Más no deja de sorprender su habilidad para –no sintiendo la casta–, parapetarse tras la ambigüedad de posturas diseñadas para el servilismo ante esa alta alcurnia hacia la que profesan una enfermiza obsesión bipolar, deleznable en toda su trayectoria, no ya solo por la constatación de que nunca podrán integrar las filas de tan excelsa legión de honor –la élite–, sino más bien porque aún siendo plenamente conscientes de ello, siguen albergando la fantasía de poder conseguir engatusar al incauto con sus falacias.
La eminencia es una virtud; la estupidez, una fatalidad, pero la hipocresía y la ruindad son todo abyección.
Concluía Giuseppe Ingegneri en su ensayo El hombre mediocre: «Confunden la castísima armonía de la belleza plástica con la intención obscena que los asalta al contemplarla. No advierten que la perversidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte».
Y así como el talento se prodiga en generosidad, pasión, entusiasmo y valentía, los hijos de las tierras medias se repliegan sobre sus ansias vengativas indiscriminadamente, en la oscuridad de su caracola, solo buscando la proximidad de aquellos a los que creen reconocer como iguales o incluso inferiores, olisqueándoles los zapatos a todos cuantos a su paso encuentran en su incesante rastreo de nuevas víctimas sobre cuyas espaldas encaramarse a ver lo que sucede en la cara oculta de la luna. Un tuerto entre ciegos, en un reino donde no impera nada más que la mentira o la adulación, carente de motivaciones, pura demagogia.
Creo que es más artista el que demuestra respeto –tanto en intenciones como en actos–, por la supremacía del maestro, que el merodeador de penumbras que chapotea en un charco de charlatanerías insulsas y vacías, con el único fin de justificar su ineptitud y falta de méritos, conjurándose contra el genio. Que es consabido que la nobleza del alma humana gusta de alojarse en corazones límpidos y virtuosos– nunca en el fariseísmo–, que no se dejan intimidar fácilmente. Ser o parecer: he aquí la disyuntiva que se nos presenta en este teatro de marionetas y titiriteros, donde tarde o temprano todos nos vemos las caras.
Para gusto o disgusto tanto de necios como de sabios, lo inaccesible incomoda, y no alcanzar el objeto de los propios anhelos increpa un aparente desprecio que no es más que rencor disfrazado, como bien remataba Félix María de Samaniego:
Miró, saltó y anduvo en probaduras, pero vio el imposible ya de fijo.
Entonces fue cuando la Zorra dijo: «No las quiero comer. No están maduras».