De cómo las expresiones de la tontería humana forman legión
El individuo estúpido al que voy a referirme –y al que he desarrollado una severa intolerancia–, perjudica a otro sin obtener con ello beneficio alguno, o lo que es aún peor, autolesionándose en múltiples sentidos. Sin embargo debo avisarles de que este ser estúpido no forzosamente carece de una rudimentaria forma de inteligencia; es sólo que su habitual proceder carece de toda consistencia, escapando a todo raciocinio, y se dilata a lo largo del tiempo y el espacio sin control alguno, porque una de las más típicas particularidades del arquetipo del ser estúpido radica en que no sabe que lo es, por lo que frecuentemente su reacción es imprevisible, a diferencia de lo que sucede con el individuo inteligente. Aún así, es preciso remarcar que no hay que confundir estupidez con bellaquería, siendo la primera más afín con la majadería, al tiempo que la segunda se emparenta con la maldad y la depravación.
Precisamente en este punto radica su alto grado de peligrosidad comunitaria, debido, entre otros muchos factores, a la tremenda dificultad que entraña –para el resto de la sociedad– un eficiente control de la plaga.
Pero vamos a ceñirnos al contexto artístico, hincando el dedo en una de las más ilustrativas expresiones de la estupidez humana –esencia misma del fracaso–, el pernicioso autoencumbramiento del falso artista o artista postizo. Ante tal dosis letal de idiotez extrema –vivamente alentada por un mercado que aviva sombras y espanta realidades–, nuestro personajillo se alimenta del desconcierto y la ignorancia general, ambos a su vez fomentados por la total falta de escrúpulos de algunos ambiciosillos que han llegado a la conclusión de que ese mismo mercado que devora y turba el arte, no tiene piedad alguna para con el creador anónimo. Ostentosas muestras de estupidez cuelgan también de las paredes de petulantes coleccionistas de poco pelo, tan anodinos como legos en la materia. Sólo el veleidoso mercado parece detentar la batuta al son de la que parte el desfile de la victoria de los más favorecidos.
Y aunque a la vista de lo visto resulte una obviedad insistir en el funesto proceso de banalización del arte, debo reconocer un nuevo considerando: si es un vicio despreciar lo propio para valorar lo ajeno, sobrevalorar lo propio y desairar lo ajeno es, simplemente, una formidable necedad, ya que erosiona profundamente algunos de los atributos más arraigados del gran arte, como son la belleza o la honestidad, porque no hay dignidad en una vida cuya existencia no se vea ennoblecida por la consecución de uno u otro ideal. La exaltación del amor propio sólo es insalubre para el individuo vulgar o estúpido, porque el éxito –real o imaginario–, tan sólo envanece al tonto.
Fernández–Llebrez, catedrático de fisiología del departamento de Biología Celular, Genética y Fisiología de la Universidad de Málaga recordaba recientemente que las leyes básicas de la estupidez dividían a los seres humanos en cuatro grupos: inteligentes, incautos, malvados y estúpidos, y que el aparentemente extraño fenómeno por el que un estúpido llega a detentar poder es algo relativamente fácil de entender, ya que se debe a que suele estar rodeado de una serie de individuos a quienes les interesa que tenga éxito para, gracias a ello, conseguir éstas algún tipo de beneficio. Un estúpido abandonado sólo entraña peligro para sí mismo.
Y si el mismo Sócrates defendía que no era prudente que el hombre sabio participase en la política, me pregunto si el buen artista debiera o no dejar de inmiscuirse en ese tan fatuo mercado del arte en busca de unas migajas de gloria –el más vano de los logros, parafraseando a Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la estupidez. Porque bien es cierto que si la prudencia es producto de la experiencia, la estupidez excelsa protege generosamente de ambas virtudes.
Tenemos mucho de entre donde escoger.