¿Un mundo sin cultura?
En La civilización del espectáculo, el Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, critica esa brutal banalización experimentada por nuestra cultura, que no ha hecho sino confundir los valores en nombre de una supuesta democratización que destruye el espíritu crítico y crea un estéril conformismo, alimentado por la diversión.
«La cultura –dice el Nobel–, es una fuente de enriquecimiento personal capaz de provocar un rechazo natural hacia todo lo que violenta el buen gusto».
Esta cultura del oropel donde la frivolidad y el libelo acaparan el protagonismo tiene efectos demoledores en el hombre y destruye la libertad de la que supuestamente nace.
En una sociedad donde conviven en régimen de amancebamiento las más inverosímiles tendencias e intrascendencias, al calor de la estridencia y del mal gusto, me pregunto qué es lo que se espera de la élite cultural contra la que tácitamente las masas se sublevan, porque me temo que en esta absurda reyerta callejera contra todo lo que suene a intelectualidad y talento, se están hipotecando todas las formas existentes e imaginarias de libertad, tanto de unos como de otros.
Hemos de reconocer que todo ese cebado hatajo de programas de chichinabo que se ha esparcido con virulencia por muchos medios, ha reproducido hasta el desespero su más que consabido recetario del éxito de audiencia, haciéndonos ingerir hasta la náusea platos repletos de burdos sucedáneos que no consiguen sino hacer perder la ilusión del disfrute que solo la degustación de un buen coloquio debería aportar.
Y si accedemos a la antesala del arte, opino que gran parte de la producción artística contemporánea incluye pitanzas que tampoco resultan demasiado apetecibles, si bien el discurso que las acompaña y lo “ocurrente” de su elaboración se supone que deberían conseguir manipular nuestro paladar y hacerlos más sabrosos, cuando en realidad tal despilfarro retórico no busca otra cosa que encumbrar al supuesto cocinero y no al bocado en cuestión, infumable la mayoría de las veces, por cierto.
Paradójicamente, el relato ensalzador no sólo no logra emulsionar la salsa, sino que la deslíe, recurriendo torpemente a un recurso ya tan vulgar y manido como es el de pretender hacer creer al presunto consumidor que aquello que tiene frente a sus ojos son soles de alguna extraña galaxia tamizados con una velouté de suave neblina, cuando en realidad no son más que un par de huevos fritos con bechamel, eso sí, de autor. Y lo que esencialmente se espera de ellos es que sacien el apetito y satisfagan expectativas gustativas, cuanto más sorprendentes, pues mejor.
Porque si bien es cierto que el arte nada tiene ya que explicarnos, y que le basta con emocionarnos e involucrar a todos y cada uno de nuestros sentidos, aún lo es más que debería desprenderse antes de sus lujosas vestiduras, de sus sueños de gloria y sus ansias de inmortalidad, para ser aceptado como algo cotidiano que atiende a necesidades individuales y se degusta en soledad. Y con ello no defiendo que el arte, y en general todo el telar cultural que lo arropa, tenga que bajar forzosamente la barra para hacerse más asequible al pueblo, porque de una u otra manera, y en mayor o menor medida, siempre lo ha sido, y muy especialmente en la actualidad con el desbordamiento de información en bruto que avasalla a cualquiera que navegue por internet. Creo más bien que es la sociedad la que debería ser accesible a la cultura y que el pueblo debe rebelarse en contra de toda esta anticultura que pretenden hacerle engullir, buscando al menos sacarle algo de provecho a las sobras de las que fueron buenas épocas, gracias a las que aún existen –a saber por cuánto tiempo–, oportunidades para formarse y acceder a parcelas de conocimiento que agudicen el sentido crítico, en lugar de ofuscarlo e incluso intoxicarlo con desechos de difícil digestión Y que conste que soy una rotunda detractora de la gratuidad de la cultura. Sí debe ser activa e inteligible, y transigente, y adaptable, incluso también creo que debe ser compartida, pero nunca regalada. Tengo la firme convicción de que todo exceso contamina y produce aletargamiento y, francamente, me mortifica contemplar tanta ciénaga inmunda sorbiendo el tiempo y el seso de aquellos en cuyas más primarias pulsiones busca hurgar, apelando a lo más ruin y despreciable del ser humano, imbuyéndose de todo lo fútil e insustancial de este mundo y desbancando lo esencial. Por tanto, y desde luego, me posiciono a favor de la evolución de la cultura, de su apuntalamiento y preservación frente al aletargamiento malintencionado al que pretenden conducirnos a base de sobredosis de sandeces y chabacanerías. Porque el ser humano, pese a la degradación de nuestra civilización, a la decadencia de valores espirituales, es un prodigio de la naturaleza, y muchas de las revoluciones llevadas a cabo a favor de la libertad, no han hecho sino atentar contra la dignidad humana, el más sagrado de nuestros atributos, en ausencia de la cual, todo deviene hastío y desencanto.