El cuento de la lechera

Triste es aspirar a mucho y quedarse en nada

La ambición es el último refugio de todo fracaso, decía Oscar Wilde

Lástima de todo aquel que ansía la gloria como meta en sí, sin percatarse de que es la propia trayectoria, angosta y solitaria las más de las veces, la que conduce al reconocimiento. El «artisteo» contemporáneo, frecuente víctima de la taimada vanidad, hace languidecer el sentido primordial del arte, al que priva de toda su autenticidad. Y es que aunque la destreza se trabaja, el talento, ni se compra ni se vende: se recibe, pero la mercadotecnia sabe muy bien como simularlo a fuerza de darle al pueblo la carnaza  que reclama. Y es que hasta de males hay ambición, aseveraba Séneca, quien vivió encarnizadas luchas por el poder y decidió suicidarse estoicamente tras haber sido injustamente condenado a muerte por Nerón a resultas de su supuesta involucración en una conjura que tenía por objeto el asesinato del emperador.

El deseo desmesurado por alcanzar lo que no se tiene, la conciencia de esa carencia,  priva al hombre de gran parte de su libertad. La búsqueda de lo anhelado sólo se entiende sana desde la asunción del esfuerzo y la templanza, si bien motiva conmiseración cuando no va adecuadamente acompañada del talento necesario para alcanzar la meta, y se viste entonces de necedad. Un apetito desproporcionado, especialmente si lo que se codicia es un bien que no nos corresponde, mancilla el mérito del esfuerzo –si es que éste existe–, y desacredita al individuo. Toda ambición debe ser razonable, nunca desmedida, pero mucho menos descabellada. Porque si la voluntad, el deseo de alcanzar la trascendencia a expensas del arte, ha permitido a grandes hombres traspasar sus propios límites gracias a la sed de superación y ambición desinteresada, la persecución exagerada y obsesiva es precursora de la decadencia, porque altera de modo enfermizo la condición humana, envileciendo a la persona y, con ello, su suerte.

La ambición de acariciar un sueño es justa cuando va servida junto a una voluntad férrea por perseverar en el camino de la excelencia y de la superación. Puede incluso parecer justa pese a carecer del ingenio del privilegiado, siempre y cuando tenga la dosis de humildad necesaria como para aprender de la condición ajena: de sus logros y sus fracasos. El más acerbo dolor entre los hombres –decía Herodoto– es el de aspirar a mucho y no poder nada, pero cuando la ambición es desmedida, se nutre de vanidad y vanos sueños de gloria, por lo que la desilusión no existe, como tampoco la percepción de las autolimitaciones.

Parafraseando a Arthur Schopenhauer, quien defendía que el talento es un blanco que nadie más acierta, mientras que el genio da en un blanco que los demás ni siquiera ven, reitero mi convicción de que no se puede dar lo que no se posee, por lo que, si el arte es una forma más de autoexpresión, pudiera parecer algo disparatado esperar calidad del necio o del estúpido, por muy desmedidas que sean sus ambiciones, porque la necedad o la estupidez no son vicios: son desgracias. Bien es verdad que el premio del talento es el propio talento y la dicha de una vida despejada de cualquier riesgo de desorientación o aturdimiento, porque no hay vientos favorables para quienes no saben adónde van, como el mismo Séneca reflexionaba. Quienes vuelcan en el cántaro de la fantasía sus anhelos de gloria y grandeza, niegan la razón y se despeñan por el camino. En su inmoderada búsqueda de glorificación, abandonan el cotidiano desempeño de su labor y la voluntad  y disposición de perfeccionamiento, porque para gran desdicha de los así tocados por el infortunio, la ambición suele avanzar a lomos de un oscuro cancerbero que da rostro a la envidia, la soberbia y la vanidad. Concluyo con el fragmento final del mordaz fabulista:

…el cántaro cayó. ¡Pobre Lechera!
¡Qué compasión! Adiós leche, dinero,
huevos, pollos, lechón, vaca y ternero.
¡Oh loca fantasía!
¡Qué palacios fabricas en el viento!
Modera tu alegría, 
no sea que saltando de contento,
al contemplar dichosa tu mudanza,
quiebre su cantando la esperanza.
No seas ambiciosa
de mejor o más próspera fortuna,
que vivirás ansiosa
sin que pueda saciarte cosa alguna.
No anheles impaciente el bien futuro;
Mira que ni el presente está seguro.