Abro esta reflexión con una de mis citas de cabecera, inestimable perla del maestro del estoicismo, Séneca: «A algunos se los considera grandes porque también se cuenta el pedestal»
¡Cuanta puntería y concisión!
La mayor grandeza reside en alcanzar el máximo potencial de uno mismo, trabajar en la expresión del talento y hacer de ello el principal –si no el único– propósito en la vida. Esa facultad nunca procede del exterior, como tampoco depende de ello. La insufrible encumbración de la mediocridad cohíbe todo intento de búsqueda de excelencia, de sublimidad. Es gran verdad –como decía Albert Einstein– que todos los grandes de espíritu se han encontrado con la oposición del mediocre. El elogio a la vulgaridad ha depreciado el arte y ha humillado el talento. Pero como sucede que la franqueza no suele hacer concesiones al halago, y a nadie le gusta desagradar, es preferible optar por el cinismo. Sin embargo, es sólo la objeción razonada, documentada y respetuosa, la que puede abrir nuevas vías al perfeccionamiento, a la evolución y el crecimiento personales.
Pero también es cierto que nada grande se consigue sin entusiasmo, sin ilusión, sin pasión, y pese a que las emociones del individuo sensible fluctúan atendiendo a su propia naturaleza humana, sólo los elegidos aprenden de sus errores, mientras que los mediocres los justifican o incluso los niegan. La condición de grandeza se gana con responsabilidad, y en solitario. No entiende de más alegato que una incesante búsqueda de respuestas a sus preguntas, una tenaz y casi obsesiva persecución de lo que es auténtico y puro, de esa verdad que incomoda porque exige, que no se esconde porque es demasiado abrumadora. Como el solitario cometa, cuenta con una total e imperiosa determinación en el empeño de su objetivo, dedicando todo su tiempo a su pasión, olvidándose frecuentemente de comer o dormir, algo que queda supeditado al motivo central de su obsesión, su gran adicción. Nunca dejan de trabajar porque sin esfuerzo, el talento se marchita. Representan la expresión más solemne de la dualidad entre amor y odio, represión y libertad, bien y mal, porque es así como suelen sobrellevar su ascetismo. Su relación con la sociedad es insólita; su aportación a ella, excepcional.
La única aspiración del cuerpo celeste es su propia órbita, su halo, su fulgurante resplandor, su voluntario destierro en medio del firmamento, su gran arrojo. Un imprudente acercamiento al sol merma su magnitud y perturba su trayectoria. Cuando toda su sustancia volátil se sublima, el cometa se apaga para siempre, como también se extingue el último rescoldo de ingenio cuando la pasión cede paso a la ambición desmedida.
Este reducto de arte casto donde van a dormir los poetas del quehacer creativo huele a leyenda, pero tiene domicilio.
Clandestino nido de cóndores, en lo más alto de las montañas, el espectáculo de la visión del mundo que sobrevuela es tan imponente como insignificantes sus frivolidades. Me ha perturbado la perfección de lienzos creados en talleres tan minúsculos que me recordaban a las madrigueras de los conejos. He vivido una experiencia inestimable contemplando un óleo sobre madera en un callejón de una calle de nadie, que ni siquiera estaba en venta.
Hay grandes creadores en este mundo, y ahora. Hay mucha belleza aquí, pero para descubrirla hay que permanecer en la oscuridad de la noche, sin contaminación mundana, sin prejuicios, con ansia. Contemplar el cielo de noche, cuando todo calla, abre la puerta a la esperanza de una experiencia única e irremplazable, de un momento intangible y reconfortante de gloria. Hay talento por aquí, arte de buena cuna, y no está lejos, pero no basta con mirar: hay que ver.