Establecía Spengler en La Decadencia de Occidente (1918) un sencillo esquema que estructuraba en torno a cuatro fases lo que él entendía como el proceso natural de evolución de una civilización: una fase juvenil o elemental, centrada esencialmente en la actividad rural y profundamente anclada a las creencias religiosas; una segunda fase de crecimiento crítico con respecto a las ideologías y creencias, focalizada en el desarrollo urbano e industrial; una tercera fase de gran florecimiento y complejidad estructural y organizativa, caracterizada por un abrupto aumento poblacional y un importante auge de la ciencia y el arte; y una última fase de decadencia, donde las gigantescas estructuras colonizan y globalizan hasta destruir identidades, marcada por un aparataje político, mediático y social contundentemente desestructurador de principios éticos y un paulatino pragmatismo conducente a una esclavitud física –pero sobre todo mental– de las masas poblacionales, con desenlace final. Una sucesión parangonable al ciclo vital de todo ser vivo: nacimiento, crecimiento, desarrollo y muerte. Cada una de esas facetas, según el método que el propio filósofo bautizó como «morfología comparativa de las culturas», contenía una serie de rasgos distintivos que permitirían predecir el desenlace, gracias a todo lo cual resulta tarea sencilla pronosticar lo que pudiera acontecer a esta nuestra desafortunada y ya deteriorada civilización, víctima de sí misma.
Dentro de todo este acaecer donde reina el despropósito, ahí tenemos al siempre tan controvertido y nunca ponderado arte contemporáneo, que acepta gustoso formar parte de la troupe, aunque en actitud más contemplativa que activista, lo que no deja de ser una gran calamidad. El progresivo deterioro y menoscabo que el arte ha ido sufriendo a medida que avanzaba la década de los 50, lo ha ido degradando hasta quedar convertido en exclusivo producto comercial de lujoso empaquetamiento. Pero la camarilla que mueve los hilos de los actuales mercados de valores del arte maneja grandes capitales y lucha por mantener su privilegiada situación a cualquier precio, aunque ello sea en detrimento del arte. Compran y venden obra al ritmo que sus insaciables ansias de poder les reclaman, y si para ello fuera preciso, no dejan títere con cabeza.
Y esto no es tan sólo una percepción o interpretación personal por parte de unos cuantos. Nadie parece conocer alternativas viables, y si las hay, nadie sabe cómo hacerlas funcionar. Está claro que no es asunto de fácil solución. La oferta rebasa la demanda, algo perfectamente concebible habida cuenta de que se nos pretende sorprender con propuestas repetitivas, tediosas y desaboridas hasta la indigestión. Festival de lenguajes gastados, técnicas cuestionables, discursos sin fundamento y una pasmosa falta de observancia a los principios que suelen regir el buen gusto, la elegancia o la armonía. Tanto exceso de sobras resta significado y trascendencia: cuando todo cuenta, nada vale.
Este decaimiento provoca un malestar de origen incognoscible en las sociedades, así como profunda aflicción en los más reflexivos, quienes no dejan de barajar el dilema de si esta situación actual pudiera ser de carácter eventual o definitivo; la discusión se centra muchas veces en el propio sentido del arte dentro de tamaño desbarajuste histórico en el que quizás lo más lógico sería intentar buscarle nuevos significados y valores, por absurdo e inviable que parezca. Puede que el arte, junto con todo su séquito de acepciones tradicionales: sublime conciliador entre realidad e irrealidad, entre lo manifiesto y lo enigmático, deba quedar, muy a pesar nuestro, relegado a un pasado en el que el hombre era menos global y más local, más concreto. La canallesca especulación ha emponzoñado al artista, legendariamente vinculado a la figura de un misántropo, peculiar e incomprendido, pobre, pero honrado. No encuentro mejor manera de concluir esta reflexión que citando a Camille Pissarro, en un fragmento de Lettres à son fils Lucien (1883): «No es que crea que no hay que vender, pero es perder el tiempo pensar exclusivamente en eso porque perdéis de vista el arte y exageráis vuestro valor».