Vanidad de vanidades
Aseveraba Auguste Renoir que la única solución viable para todo artista que se sepa genio estriba en trabajar como un trabajador y no tener delirios de grandeza.
Lástima que las más dignas y gloriosas historias no suelan hablar de ello. Algunas de las más icónicas o célebres figuras del arte no siempre bebieron las mieles del éxito y la fortuna, e incluso si alguna vez consiguieron olisquear algo, no siempre pudieron desvincularse de una ocupación que les permitiera ganarse la vida al margen del arte. Muchos de entre ellos bregaron con la necesidad, desempeñando oficios y trabajos varios mediante los que asegurar su sustento y algunos, posiblemente los más lúcidos, intentaron que ese segundo oficio fuera lo suficientemente sencillo y trivial como para que se contentara con un horario restringido que les permitieran dedicar una gran parte del día al desempeño de lo que realmente era su gran pasión.
Trabajos literalmente forzados, precarios a veces debido a la lógica falta de preparación, dado que su desempeño únicamente atendía a la automanutención, pero que resultaban tremendamente útiles para quienes tienen la tendencia natural de escabullirse de la realidad en aras de una intermitente persecución de musas desde un sofá. Juan Pablo II decía que el trabajo es más bueno para la persona que para el producto. Y así es. Estudios llevados a cabo por la Universidad de Chicago revelan que mantener la mente ocupada en alguna tarea, por muy poco relevante o rutinaria que ésta sea, nos aleja de las emociones y sentimientos negativos. Mantener un vínculo con las gentes y las cosas más sencillas es enriquecedor, nutre la creatividad y evita ser arrollado por la desventura y la escasez, ambas devoradoras del sosiego y la capacidad de contemplación necesarias para atraer a las musas.
Empleos corrientes y muy fructíferos para aprender a fondo todos los recovecos del proceder humano, el colorido de lo cotidiano o el aroma de lo real. Fuente inagotable de inspiración, el diario enfrentamiento con el trajín de un quehacer que pudiera no tener nada que ver con la creación artística o literaria, es manantial de aliento y sugerencias sobre las que poder trabajar al final de la jornada.
Herman Melville, autor de una de las mejores obras literarias de todos los tiempos: Moby Dick, supo sacarle el jugo a su estancia y experiencias durante tres años a bordo de barcos balleneros; el pintor barroco Georges de la Tour pasó gran parte de su vida trabajando en la tahona familiar, al resplandor de las brasas y la precaria luz que transmitían las candelas de aceite. No es de extrañar que haya pasado a la posteridad como el pintor de la nocturnidad. Franz Kafka era abogado y dedicó casi toda su vida a trabajar como asalariado en compañías de seguros cuyo horario le permitiera poderse dedicar con sosiego a escribir, y gozar de mayor libertad.
El singular Pío Baroja, en «El mundo es ansí», una de sus más icónicas novelas, hacía gala de su pesimismo existencial: «El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta».
Algunos eruditos prefieren referirse al arte como a un todo si se les cuestiona sobre las posibles salidas de un recién licenciado en Bellas Artes. Todos pretenden focalizarse únicamente en la producción personal de un artista, pero existen múltiples opciones –también ligadas al arte–, que permiten poder abrirse camino en la vida sin traicionar la vocación, porque las posibilidades que ofrece el arte son mucho más numerosas y enriquecedoras de lo que a simple vista pudieran parecer. De hecho, la creatividad es un requisito indispensable en casi todos los ámbitos laborales y queda perfectamente integrada en multitud de puestos de trabajo donde lo que realmente se valora es el criterio estético y la imaginación.
Que el precio de todo ello pueda ser la desprofesionalización del sector es posible, que no probable, aunque no creo que ello sea una catástrofe para nadie. Más bien todo lo contrario, porque podría implicar un ejercicio de la vocación respetuoso sin pretender o anhelar el reconocimiento social y económico que la mayoría no alcanza y por cuya falta se sienten incomprendidos e incluso a veces, henchidos de resentimiento. No en vano el término «amateur» significa «el que ama», de modo que no es la disyuntiva motivo como para cortarse las venas, considero yo, sino más bien una elegante y discreta corroboración de veraz «amor al arte»
El polifacético músico noruego Jo Nesbø, devoto de la novela negra, deleitaba con su sarcasmo y sostenía que los artistas que aseguran que nadie entiende su arte son casi siempre malos artistas cuyo arte, por desgracia, sí que se entiende.
Pues bien, el dilema está servido: malvivir del arte aceptando encargos y transigiendo ante el capricho de galeristas o compradores sin criterio, a quienes no les interesa lo que haces, sino lo que ellos quieren que hagas, o bien plantearse una fuente de ingresos opcional que realmente te libere de la esclavitud de crear a demanda o de vender a cualquier precio.
Se puede ser artista sin dedicarse a ello todo el día y todos los días. Se pueden hacer grandes cosas si es que realmente se tiene talento y vocación. De hecho, el doble oficio requiere de una disciplina que siempre es constructiva.
Aunque hoy comprar «arte» es un lujo a ojos de los mortales, no todo depende del dinero, y al artista se le ha entronizado y ubicado en lugares estratégicos que en realidad no le corresponden.
Flaco favor le han hecho al arte. Y esos artistas, pobres niños ricos ya desnaturalizados, retozan a su capricho bajo la égida de sus galerías, sabedores de que han sido agraciados con el dedo de la fortuna. Otros muchos guardan cola en las bodegas esperando ser convocados. La mayoría no llega a ver la luz del sol. Lamentablemente vivimos sumergidos en una descomunal charca donde chapotean las vanidades, y muchos compran sin saber realmente lo que están adquiriendo y, por supuesto, sin que ni siquiera les guste aquello por lo que pagan. Justo escarmiento a la frivolidad y a la codicia. El ansia desmesurada por querer sacar la cabeza a flote a base de calamorrazos crea engendros ensalzados por los medios, pero carentes de toda gloria o prestigio, cuya altivez y petulancia crece como la espuma alimentada por el aplauso del mediocre. Afortunadamente es sólo eso, espuma.