Diagnóstico y tratamiento
Según parece y así osan defender algunos, hasta el fútil hecho de cortarse las uñas puede ser arte si uno lo presenta como tal. Lo que nació como una provocación, un grito subversivo propio del desencanto que el fraude del arte provoca en los más inquietos, sigue siendo una tendencia muy en boga entre los menos favorecidos por Atenea, generalmente adictos a lo fugaz y lo frívolo.
Y aunque bien puedo aceptar –que no entender–, que la gente ande sedienta de emociones fuertes (me pregunto si no tienen ya bastantes con la que está cayendo), en modo alguno tal fatalidad justifica el hecho de que se nos pretenda vender lo insustancial o intranscendente como creación artística. Claro está que en esta sociedad que nos toca padecer, todo parece lícito y disculpado si hay un mercado que lo cebe, por muy vulgar y bochornoso que resulte. Quiero salvar de esta quema ciertos actos con pretensiones artísticas y enormes dosis de improvisación que desde hace más de treinta años han venido siendo el refuerzo y guarnición de muchos movimientos vanguardistas, al estructurarse a modo de acción impulsiva y espontánea de expresión poco convencional, siempre y cuando ésta tenga algún sentido, claro está. Si el acto en sí no anhela más premio que el aplauso o la popularidad, pierde todo su interés, al quedar convertido en un burdo intento de llamar la atención para los más sedientos de fama o dinero. No hay estética ni compromiso.
De hecho, una de las piedras angulares sobre las que se sustenta su defensa –la acción física protagonizada por el cuerpo como única herramienta–, pierde totalmente su alcance si hacemos un repaso a la historia: el cuerpo humano siempre ha cobijado tanto lo material como lo inmaterial de todo cuanto nos afecta y acompaña a lo largo de la vida. Desde siempre ha sido cultivado, vejado, utilizado, maltratado, herido o adorado, según contextos. A instancias de una performance, por lo tanto, no nos va a enseñar nada que no hayamos visto antes en la prensa, el telediario o en algún documental sobre campos de concentración o tribus africanas. No son ni siquiera revulsivos. Más bien patéticos, especialmente cuando la reflexión que parecen buscar queda convertida en una mueca de mal gusto sobre algún asunto escabroso o abyecto. El resultado no es otro que una banalización del problema real que subyace con la consiguiente pérdida de seriedad y rigor. Si se trata de hacer una proclama sobre la ignominiosa exterminación de las ballenas, sugiero patrullar en una Zodiac de Greenpeace y no hacer perder el tiempo a la gente mientras te impregnas el cuerpo desnudo (¡cómo desaprovechar algo así!) con grasa de pata de buey. Quien disfrute con tales pantomimas no tiene más que tomar unas cuantas dosis de telebasura, especialmente aquellos programas donde cualquiera, a cambio de unas perras, entra en el circo de los leones para dejarse humillar y degradar hasta la crueldad. Un desperdicio de energía que bajo la forma de malevolencia y vileza compra almas al otro lado de la pantalla dejando al descubierto el lado más soez y mezquino del vulgo, de esa misma innoble chusma que aplaudía ejecuciones públicas o castigos a herejes y conversos en tiempos de la Inquisición. Se hace apología de la revolución desde la resistencia; se lucha por salvar vidas en medio de la miseria, atendiendo leprosos; se denuncia la incomunicación y el aislamiento departiendo con las víctimas y ayudándolas a superar sus problemas. Tales actos sí son nobles, y liberales, y magnánimos, y auténticamente trascendentes, pero no son carne de espectáculo o festival artístico, sino una gesta, frecuentemente anónima y por la que nadie paga.
Acciones inservibles provistas de patrocinador y siempre dentro de un escenario multitudinario, algo muy acorde con una sociedad superficial e insustancial que tras una máscara de acongojamiento por cuanto acontece en torno a sí, oculta la risa sardónica que le provoca el mal del prójimo. Pantomimas de siglo XXI que ni siquiera divierten. No sugieren reflexiones. Las exigen. Algo comprensible porque sin ese torpe y artificioso discurso, su representación se convierte en mamarrachada, por muchos miles de dólares que algunos/as recauden por hora de posado.
Esta arrogancia –y permítanme los lectores que me retrate– me produce arcadas. El artista lo es porque puede representar emociones gracias a su talento artístico. Los más buenos, además de ser muy disciplinados, suelen enfrentarse a retos y postulados de gran complejidad que desarrollan amparados en su inteligencia e ingenio. Pero en estas simplonas demostraciones de decadencia no hay ni oficio ni imaginación. De no tener lugar en espacios artísticos tan consagrados como lo son muchos museos, recintos feriales o galerías, serían vistos como actos de mendicidad o enajenación.
Desgastan el ajado entretejido del arte contemporáneo y se mofan del espectador más profano.
La intervención, como la performance, es efímera e intrascendente. Busca la convocatoria, pero no perdura y no es raro ver alguna de sus erupciones tomada como acto de gamberrismo por parte de la policía a menos que goce de la protección de algún organismo público que justifique el absurdo.
Me pregunto cómo se gestionaría una muchedumbre de «instalacioneros» campando a sus anchas por los más variopintos espacios públicos y dejándose llevar por su imaginación. Al fin y al cabo, para autodenominarse artista nadie te exige un título.