La picaresca en el mercado de la vanidad
Estoy firmemente convencida de que lo que hace excepcional a una obra de arte es algo intangible y bastante sutil, muy por encima de discursos o tendencias. Es por ello por lo que me resulta tentador recorrer exposiciones, muy especialmente si están al margen de los circuitos habituales y acostumbrados del arte. Y que conste que esto es sólo una debilidad personal.
Este país está plagado de artistas que se jactan de autodidactas, título con el que suelen presentarse pese al flaco favor que con ello se hacen. Andan rebosantes de expectativas, pero carentes de referentes, y se autoproclaman, con gran orgullo, soberanos innovadores de tal o cual cosa, valiéndose si acaso de alguna corriente artística consagrada para intentar dar más valor a su manufacturado. Ignoran que los modelos son esenciales, bien para seguirlos o para transgredirlos, porque son al arte lo que la constatación científica al investigador. Pero no voy a tirar por tierra sus motivaciones, porque pese a resultarme lastimosas, atienden a una necesidad tan importante como lo son las puramente fisiológicas: la de conseguir reputación y admiración, esto es, la capciosa vanidad, paradigma de la pérdida de realidad y mal común de gran virulencia. Pese a haberse codeado con todas las épocas y generaciones, resulta paradójico comprobar con cuanta maña y facilidad se agazapa en un infeliz sin que éste se percate de su presencia, sólo manifiesta a ojos del sagaz –que no por ello execrable, aunque sí quizás aprovechado– que despliega entonces sus redes. Pues bien, para saciar su ávido apetito de reconocimiento y alabanza, el desventurado bendito sigue los pasos del flautista que encanta sus anhelos y le promete el cielo, eso sí, pagado en cómodas cuotas.
A tal fin existen mercaderes de la vanidad que dicen comerciar con absolutamente todo lo que a sus manos llega. Son muchas veces charlatanes de feria, supuestos expertos en artes del birlibirloque, arrimados marginales, mercachifles u otras celebridades del desencanto quienes hacen sonar su instrumento y conducen a infaustos y vacuos por las vías muertas de la autoinvestidura. Y no todos los ratones son fatuos, algunos, bien es verdad que unos pocos, sólo pecan de desconocimiento. Y como todo producto con el que se pretende alcanzar éxito, es preciso hacerlo visible a los demás. Y es aquí donde surge un desplegable de opciones a premio, las más de las cuales acaban en los aparadores –reales o imaginarios– de un bazar de gangas donde todo vale y todo es bueno, pese a que nadie sepa ni lo que vende ni lo que compra. Son los quincalleros del final de trayecto, aunque su propia vanidad de ostentación –de la que son usufructuarios– les consienta llamarse a sí mismos gestores culturales, organizadores de eventos, galeristas o incluso marchantes. Al fin y al cabo nadie les ha exigido un título para ejercer sus ardides, por lo que a diestro y siniestro zarandean al vanidoso que codicia la gloria y que, para más pitorreo, se cree ya en posición de sentar cátedra. ¡Qué poco hemos leído!