Julia, Jaume Plensa. Djurgården (Estocolmo). 2018. Cortesía Studio Plensa.

Jaume Plensa: inconmensurable

 

Sólo cuando el arte sale del museo para enfrentarse al día a día del espacio público, a las inclemencias del tiempo, a la mirada no experta, es cuando demuestra su valía: desprotegida y al raso, es entonces cuando la escultura monumental se exhibe en toda su desnudez y belleza, cuando se desentraña —o no— su enigma, cuando comienza la magia.

Eso es algo que conoce muy bien el artista catalán Jaume Plensa. Una gran parte de su producción escultórica está ubicada de manera permanente en espacios públicos, desde The Crown Fountain en el Millenium Park de Chicago —una de sus obras más icónicas— a Breathing, un coloso de cristal, acero y luz emplazado en el flamante edificio londinense de la BBC, sin dejar de lado la impresionante Dream, un grandioso busto femenino inaugurado en 2009 en la localidad minera de St. Helens, próxima a Liverpool. Y así otras muchas piezas, repartidas por ciudades de medio mundo, tan bellas como simbólicas, silenciosas y expectantes, dignas embajadoras de un discurso coherente y cabal, donde la poesía y la filosofía siempre suman. La escultura pública se me antoja una especie de ofrenda humana que tiende puentes entre la inmensidad de la naturaleza y nosotros, un tótem. Es, paradójicamente, un acto de humildad que nos debe recordar lo que somos en realidad, y los valores que nunca deberíamos olvidar.

Plensa es un hombre vivido, que no gastado. Su escultura no deja de ser un eterno y hermoso interrogante, la expresión misma de sus inquietudes y empeños. Y mientras sigan existiendo preguntas, no vale demasiado la pena detenerse en las respuestas, como él mismo ha afirmado en alguna que otra ocasión.

Trabaja infinidad de materiales (hierro fundido, alabastro, madera, vidrio, etc.) y es devorador de poesía porque, como otras muchas formas de arte, aquella tiene la rara habilidad de ir impregnando todos y cada uno de los tejidos de la sociedad sin que ésta se dé cuenta, haciéndolos suyos sin más instrumental que la inmensa belleza que abriga, y su eterno y brillante mensaje silente.

Y es que es bastante obvia la devoción del catalán por el género humano y su absoluta fascinación por la poesía, por las humanidades. Puede que sea por eso por lo que cada una de sus esculturas —potentes, pero siempre amables y reconfortantes— representa una celebración, una eucaristía. Son tributos a algo perdido, arrebatado, olvidado, y que, sin ostentación alguna, entran a formar parte de la vida de una comunidad, de una historia o de un escenario.

La contemplación de muchas de sus obras es conciliadora e invita a una suerte de reflexión inmersiva, a un apagón de pensamientos, a un renacer sensorial y emocional: algo así como amar sin entender, un lugar virtual donde se convoca al recuerdo, a la conmoción, a la exaltación, a la turbación más convulsa. Eso es belleza, eso es arte.

En un mundo como el actual, donde todo parece tener más de un sentido según contexto, los condicionamientos expresivos son apabullantes, es justamente done la creación artística, sea ésta cual fuere, debe brotar y derramarse como un fecundo flujo de conciencia, con pureza y rotundidad.

Y es así como se me revela la obra de Plensa, artista de cabecera de una servidora, fiel reflejo de un pensamiento etéreo y vaporoso, de un hombre de instintos conciliadores y mirada lúcida de cuya mano surge un arte dulcificador de conflictos internos, agente provocador de los mejores y más nobles impulsos, discreto recordatorio de nuestra condición y de nuestras opciones. Como ha de ser.