El lugar donde reside el alma
El proceso evolutivo que ha conducido al ser humano a su actual posicionamiento por encima de las restantes especies podría ser interpretado como una trayectoria repleta de logros por una parte, y de renuncias, por la otra.
Hemos luchado –con auténtico empecinamiento– por conseguir entender lo que, a simple vista, parecía inexplicable. Hemos interpretado lo perceptible hasta traducirlo en una serie de fórmulas, de dudosa exactitud en muchos casos. Incluso hemos abandonado la fé en lo incuestionable para someterla a la dura verificación de la ciencia –a veces tan necia–, en busca de una innecesaria evidencia que sólo nos precipitaría, una y otra vez, a la constatación de una innegable realidad: la de nuestra propia existencia y su dudoso sentido.
De todo ello deduzco –lo cual no es más que una insignificante aportación de la que sólo yo me veré beneficiada o perjudicada–, que seguimos en solitario un camino marcado por aquello que se nos ha legado y aquello que legaremos.
Y con ello únicamente me refiero a esas determinadas percepciones que en un momento dado de nuestra vida nos hacen creer que hemos captado algo de la inmensidad del universo. Esos sutiles momentos de conexión en los que, por un tiempo, parecemos entender el qué y el por qúe de algo de lo que hacemos aquí.
El sentido de nuestra existencia es algo que merece ser considerado.
No sólo estamos aqui para reproducir nuestra especie: eso es algo que sobradamente hemos demostrado hasta el punto de poner en serio peligro la continuidad de las restantes especies. Creo que estamos aquí, y no me refiero a la especie, sino al individuo, para –en un lápsus de tiempo relativamente corto– demostrarnos nuestra valía.
Es este el punto donde irrumpen en el escenario algunas de las interesantes posibilidades de las que disponemos y que no siempre sabemos descodificar.
El ser humano es capaz de desarrollar las capacidades más espléndidas, aunque también las más viles. Su inteligencia es un arma de doble filo: extraordinariamente versátil y delicada. Su afinamiento depende de demasiados factores, muchos de los cuales no son controlables por el individuo: su genoma, sus condicionantes adquiridos,...su experiencia, al fín y al cabo.
Y aquí aparece el arte , tal y como yo lo concibo, claro está.
El arte, desde mi punto de vista, habita un continente demasiado extenso como para delimitar sus fronteras.
Es un modo de hacer, un sentir, un cúmulo de emociones canalizadas de uno u otro modo, un momento,...
Infinidad de veces me he preguntado dónde reside la clave diferenciadora entre las variopintas manifestaciones de lo que pretende ser una misma cosa.
Contemplo dos miradas. La primera de ellas es hermosa, pero vacía. Bien podría ilustrar un anuncio publicitario de una óptica o una determinada marca de maquillaje. La otra está llena de contenido, de anhelos, de aspiraciones. Me habla de esfuerzo, de ensoñación. No logro determinar los tecnicismos que justifican tamaño distanciamiento. Mi segunda mirada tiene alma, aunque el modo particular de mostrar todo ese acopio de información se encuentre perfectamente codificado.
Esta enigmática compilación de factores que culmina en la obtención de un logro, no es exclusiva del creador, –y con esto no sólo no me importa encabezar un alegato en favor del amante del arte, sino que me siento en la necesidad de hacerlo–, es decir, de aquel que, acaudalado o no, no sacia su sed de espiritualidad más que a través de esa ligera y exquista conexión que a veces existe entre la obra y su amante.
Porque sólo de vez en cuando, hay alguien que contempla una obra de arte y ve mucho más de lo que se le muestra. Podría describirlo como uno de esos raros momentos de complicidad silenciosa donde todo lo circundante está de más y fluyen las emociones. Se ha creado el lazo. La información del precioso código ha sido desencriptada y descifrado a un mortal. La ocasión se viste de gala. El prodigio del arte ha vuelto a triunfar.
Porque de verdad creo que el lugar donde se oculta la valía de los grandes es un nexo común a muchos, independientemente de que sean artistas o no.
Me refiero a que creo en las castas, en la profunda diferenciación individual que tanto nos distingue, en la diferente calidad de las personas.
Y aunque muchos crean entrever en mi discurso atisbos de superioridad, no es así. Créanme. Todo lo contrario. A lo largo de mi vida he aprendido, no sin dolor, que es preciso apostarse en la humildad para poder ver con objetividad.
Pero la enormidad del talento se desborda. Es apabullante, evidente, incuestionable y noble. Por eso es tan puro.