Canta el cisne en la laguna de los ahogados
Desde lo alto de la colina contemplaba Sitael cómo una densa y mefítica capa de gases engullía los colores del horizonte como si de una ponzoñosa ciénaga se tratara. Recordaba tiempos pasados, cuando el aire era fresco y la gente se veía más risueña cuando transitaba el corazón de la ciudad con paso firme pero sosegado. Se preguntaba cómo era posible que la humanidad hubiera sido tan negligente e indiferente como para dejar morir lo que en su día les fue entregado, cómo era que pudiera haber negado lo que sus propios sentidos le mostraban. Algo en la atmósfera le provocaba quemazón en la piel. Una inconcebible tensión parecía encubierta y al acecho tras los rostros, herméticos y atribulados.
Han construido un mundo a resultas de la aniquilación de cualquier otro modelo que no fuera el suyo –el legalmente autorizado, claro está–, aniquilando a sus diferentes y tomando un rumbo que les conduce irremediablemente hacia su autodestrucción como personas –reflexionó el ángel, consternado desde su atalaya. No reconocen más vidas que la que han acertado a construir, perdiéndose con ello la esencia misma del don que se les ha concedido.
Crueles con la pureza propia y ajena hasta lo inimaginable, amodorrados en la parsimonia de una cotidianidad carente de fundamento pero rebosante de vacuidad, es la letargia de la mayoría lo que sume a la civilización en un acelerado proceso de decadencia espiritual y moral que devora la fragancia del alma, sin conceder tregua alguna a la esperanza. Mordaz paradoja para un mundo infestado por el virus de la información desmedida y asfixiante, el que sea justamente la ignorancia la que catapulte a tantos al vacío existencial.
La realidad supera la imaginación y la fagocita, contribuyendo al levantamiento de un espectral escenario donde se derrumban uno a uno los pilares sustentadores de la nobleza y la dignidad humanas, mientras los necios aplauden y los ángeles suspiran.
Se aflige el mensajero y alza la mirada al cielo en busca de inspiración; deja reposar su lamento entre las estrellas, abrigándose en su fulgor, anhelando una señal que respalde la alianza. Pero no se engaña, él no. Hay luz para muchos, pero no para todos. Hay a quienes apenas les llegan las ilusiones para acabar el día y optan por reinventar realidades para transfigurarlas y beber de ellas; y hay también quienes se embeben en el ensueño de un esplendor renaciente, esbozando cuatro emociones sobre un lienzo improvisado, una tarde cualquiera marcada por el frío y el abatimiento. Hay ángeles querubines y arcángeles, espíritus conciliadores y almas límpidas que transitan aquí, en la esfera terrenal. Estos coros de príncipes del bien nos acompañan en la expiación de cada vileza, cada error o villanía, y nos muestran el camino una y otra vez. Confundidos entre el gentío, perdidos entre la hojarasca de las vanidades, en eterno peregrinaje, alientan las causas nobles y alumbran la senda del errante. Para verlos no es preciso alzar la mirada porque están entre nuestra gente, cualquiera que sea su género o especie, y se reconocen por la estela que dejan tras su paso. He conocido a algunos a resultas de lo cual pude ser algo mejor de lo que era, avanzar con confianza y dormir en paz. Algunos de ellos han desaparecido un tiempo después, cautelosamente, probablemente porque su encomienda hubiera concluido, aunque sé que –de algún otro modo–, siguen cerca, dado que éste nuestro ángel centinela se mantiene alerta y vigilante en su orbe, allá donde sea que se encuentre, reconfortando en el desamor y escoltando en el retiro a lo largo de este tránsito que todos debemos asumir en solitario, pese a no estar solos.
La creación, el perdón, las grandes decisiones, son trances que deben ser franqueados a cobijo de cualquier influencia que no sea la de las propias pasiones. Solo de este modo acontece el cambio, y la humanidad avanza en una nueva concepción de las cosas y los tiempos, acortando distancias a ese anhelado entendimiento del sentido de nuestra existencia, el fabuloso enigma de ese legado que día a día nos sorprende y nos debería hacer recapacitar cuando algo o alguien nos sonríe o nos demuestra su bondad, y es que bien es cierto que Dios nos habla a gritos, pero casi nunca lo escuchamos.