La belleza del espíritu es inmortal
Se conoce como experiencia estética al resultado del enfrentamiento entre el ser humano y la belleza. Este sentir estético tiene que ver con una experiencia, nunca con un concepto. Al respecto, Oscar Wilde era concluyente: «La belleza es muy superior al genio. No necesita explicación».
Pero sólo la belleza del espíritu es inmortal. Es belleza suprema. La belleza física es, por su condición fugaz, imperfecta por definición. A propósito de esta última reflexión, cito al gran Leonardo Da Vinci: «La belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte». La poderosa influencia que nos dejó el gran legado clásico griego al respecto ha ido poco a poco perfilándose en respuesta a una imperiosa necesidad de adaptación, involucrando activamente el acto de la contemplación de lo bello como elemento intrínseco del proceso. Esta perspectiva subjetivista condiciona el valor de lo bello a la apreciación personal.
Desde Kant, la interpretación de la belleza comenzó a experimentar una imparable evolución hacia el ideal romántico. El impacto de la visión de algo hermoso sobrecoge y provoca fascinación, todo lo cual conduce a un estado de elevación del alma que araña el misticismo cuando la emoción brota del espíritu sensible de un artista, al margen de cualquier otra consideración teórica. Al respecto, rubrica Gustavo Adolfo Bécquer: «El espectáculo de lo bello, en cualquier forma en que se presente, levanta la mente a nobles aspiraciones».
Pero la belleza libre es, por antonomasia, la belleza de la naturaleza. Se impone al ser humano y su contemplación alimenta la sensibilidad, crea armonía y provoca un placer estético, una fascinación, un embeleso que parece detener el tiempo.
El encanto de la belleza estriba en su misterio; si deshacemos la trama sutil que enlaza sus elementos, se evapora toda la esencia.
Friedrich Schiler (1759-1805)
El arte, aunque lo pretende, no goza de esa libertad. Para cualquier disciplina artística, ya se trate de música, literatura, artes escénicas, arquitectura, cine, pintura o escultura, la belleza debería ser la mayor de las aspiraciones. El erudito de arte estadounidense, Arthur Coleman Danto, ya fallecido, aseveraba que desde sus inicios, el siglo XXI había sido testigo de la desaparición de la belleza en el arte. Afortunadamente sin embargo, parece que todos los movimientos sin cíclicos y atienden a momentos históricos que quieren respaldar su razón de ser (si bien no siempre lo consiguen).
«La belleza, como la verdad y la bondad –asevera Coleman– es uno de los pilares que sustentan el valor de la humanidad, [...] imaginar un mundo sin belleza es como imaginar la vida sin bondad. Es algo que nadie querría vivir, pero no creo que la belleza sea tan importante en el arte. Lo que importa en el arte es el significado».
Pero aunque coincidamos en que la belleza en el arte reside en ese pedazo de alma que subyace en cada obra, lo espiritual tiene que materializarse de forma cortés y diestra. El buen artista reconoce la esencia de su idea y le da forma, vinculándola a un concepto que después refleja. Como broche de oro, y al hilo de este último párrafo, comparto el sentir de uno de los más grandes románticos alemanes, Caspar David Friedrich: «El pintor debería pintar no sólo lo que encuentra frente a él, sino también lo que ve en su interior. Si no logra ver nada, debería dejar de pintar lo que se encuentra frente a él».
Y es que no hay obra de arte, por muy perfecta que sea su factura, que pueda prescindir de alma. Lo bello, sin sustancia, es hueco, mero y frugal entretenimiento. Sólo la esencia aporta transcendencia y perennidad, porque lo que no se recuerda, es como si nunca hubiera existido.