ANTONIO DÍAZ GARCÍA - ESCULTURAS

P rólogo: No deja de ser algo paradójico el que en estos momentos sienta un espe- cial orgullo al prologar este libro en el que tantos y tanto hemos invertido. Paradójico aunque no inverosímil, ya que heme aquí, intentando sintetizar los motivos –los impulsos para ser más acertada–, que me han llevado a capitanear esta impetuosa cruzada con la intención de mostrar un discurso artístico que, lejos de ser una versión más de lo ya inventado, se desmarca del pelotón, para adentrarse en senderos menos transitados. Las creaciones de este tan temperamental escultor del más recio de entre los metales, arrojan su fuego por la boca, como dragones insurrectos. Sometido cada fragmento a la más estricta de las disciplinas, encontramos al tenaz herrero junto a su forja, ejecutando una suerte de exorcismo que subyugue el terco orgullo del frío metal al calor de unas llamas tan embravecidas como las ambiciones de quien las aviva. De este modo, sin pretenderlo, con un fondo difuminado de grises como todo horizonte, se perfila incandescente la criatura soñada, fruto de sus desvelos, causante de su desgaste físico, des- nuda y ardiente, aún jadeante, aceptando la doma, pero sin bajar la mirada. Se hace un silencio y ambos contendientes se contemplan el uno al otro, sin mediar gesto o palabra alguno, como amantes tras noche tempestuosa, sin vencedores ni vencidos. Es así como nacen las obras de Antonio Díaz, en batalla de besos y golpes, tras debatirse día a día en extenuantes duelos hasta que la última estela de luz se apague o hasta que la más fulgurante de las estrellas se confunda con el cielo del amanecer. Y es tal su embeleso para con su criatura, que la colma de atenciones, lavando su piel tibia, lijando sus asperezas, vistiéndola con sedas y tules, permitiéndose a sí mismo desplegar todo su potencial sensitivo para abrazar con pasión la materialización de la idea original.

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