ANTONIO DÍAZ GARCÍA - ESCULTURAS

mantener la orientación. Cuando tantos desvarían, no hacerlo es subversivo. El que hace lo suyo, lo que vive y siente, que a nadie quepa duda, termina siendo el rey, de lo suyo claro, pero es de lo que se trata, que lo propio trascienda hasta convertirse en jirón de vida que se hace tiempo para permanecer. Tratar acerca de AD es debatir sobre el arte y el trabajo, es escribir sobre escultura. Y hablar hoy de escultura es meterse en un terreno resbaladizo, en un jardín, porque impera la obviedad, el vacío y la estulticia de la generalización. Se ha abusado tanto del concepto, del mestizaje, de la propuesta de borrar las fronteras, que ahora escultura parece ser todo, no todo lo que tenga volumen, sino la vir- tualidad de la posibilidad de volumen. Y no estoy en contra de la novedad, ni del talento, pero si de la confusión. ¿Qué es la confusión? No el producto de la imaginación y la técnica por anómalo que nos parezca, no el hallazgo de la inteligencia, sino la identificación errónea, dar el nombre de un hecho concreto a otro que nada tiene que ver con él. Los hechos no se pueden cambiar, varía su valoración. Se cumple este año el sexto centenario del nacimiento de Giorgio Vasari (1511-1573), artista, trata- dista, fuente histórica por excelencia; en “Le Vite de’ più eccellenti pittori, scultori ed architettori”, su obra magna, escribe: “ el escultor saca todo lo superfluo y reduce el material a la forma que existe dentro de la mente del artista ”. Está obsoleta la antigua palabrería y divisiones de la escultura, pero no la escultura, esa Bella Arte que se configura relacionando volumen, espacio, tiempo, materia, inteligencia, sentimiento, pensamiento, placer y belleza, ¡como no!, si, belleza. La ilusión de hallar que el escultor tiene en su pensamiento. Escultura es las damas esteatopigias del Paleolítico, los torques celtas, los caballos soberbios del Partenón, la cabeza de Antinoo, los cristos góticomedie- vales, el esclavo de Miguel Ángel, las figuras religiosas y civiles del barroco, la dama oferente de Picasso, la mujer ante el espejo de Julio González, las ceras de Boccioni, las hibridaciones de Ángel Ferrant, los toros de terracota de Jorge Vieira, las búsquedas del vacío de Henry Moore, las maclas de Oteiza, las herramientas poéticas de Chillida, las piezas breves de Plensa o las obras en talla di- recta de Alcántara. ¿Y por qué son esculturas sus obras y no objetos fetichistas o simples bibelots? Porque son creaciones que imbrican volumen, tiempo, sueño, vuelo, que orientan el espacio y lo de- terminan. El concepto de artista se articula en el Renacimiento, pero, antes, mucho antes, los hubo, aunque apenas sepamos sus nombres, pues el sistema productivo era diferente. El artista, aquel que desarrolla una técnica, en relación a una materia, expresa su modo de sentir y de pensar a través de la materialidad que conforma. La escultura no es un objeto decorativo, es un aforismo plástico, un símbolo que prolonga al ser, con carácter ontológico. Sin hombre no hay arte, ni dioses, ni mitos, ni nada. El hombre lo ha construido todo y ha destruido mucho, pero, el balance sigue siendo positivo. Lo evidencia la historia del arte, el espíritu que habita las obras de arte que forman la tradición con todas las variantes que se quiera. Y la tradición del arte no tiene nada que ver con lo popular, con lo artesano. Del mismo modo que difiere la pieza de época que la obra con el tiempo ínsito, que nunca deja de ser contemporánea. Con cierta precipitación se habla de arte tribal, arte primitivo o arte africano para formas decorativas que teniendo volumen no tiene trascendencia, son ajenas al tiempo y al espacio. Son productos artesanos, dignos, que no tras- cienden su propia factura. ¿Hay algo más decorativo que las máscaras africanas o sus sucedáneos? No; parejo a ellas el arte geométrico. En vez de poner el grito en el cielo, contrasten lo que digo. Una obra geométrica va bien en cualquier lugar, igual que una máscara senufo. Una escultura, no. Está en función de su procedencia, inmanencia y determinación: transforma y consagra el lugar, es una cor-

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